Francisco
Rapalo
—¿Qué fumás? —preguntó la vieja Vera.
De inmediato tanteé el paquete de cigarrillos
sobresaliendo del jean. Seguro que la vieja lo había descubierto a través del
hueco del respaldar. Yo seguía sin responder. Vera dejó el azucarero, se sentó
y esperó con una leve sonrisa.
—En mi casa ya saben —dije.
Mis padres no tenían la menor idea. Papá estaba más en la fábrica que en casa, y,
cuando volvía, corría a echarse en el sillón como un sapo sobre una piedra
caliente. Por otro lado, Mamá nunca se quería enterar de nada: yo desaprobé
tres materias, fumaba y jugaba regularmente al póker online por dinero;
mientras tanto, ella luchaba cada mes con la vergüenza de entregarme los
anticonceptivos.
Nadie en mi familia estaba al tanto de lo que
hacía con mi vida.
—Ya saben en mi casa —repetí, a ver si esta vez
sonaba creíble.
—Yo pregunté qué fumás, no si fumás —dijo la vieja,
rígida como en un retrato—. Eso ya lo sé desde el primer día. De mala calidad
encima, mirate los dedos.
Hice lo que me dijo: tenía puntos grises en las
yemas; debajo de las uñas, juntaba una mugre como de alfombra.
—No digas nada —pedí, vencida, imaginándome la
decepción irreconciliable de Mamá si se enterase—. Trabajo gratis por una
semana… —Evalué los ojos de Vera: nada—… ¿Quince días? Por favor.
Apenas pude distinguir un gesto naciendo en su
cara arrugada. El resto de su cuerpo se negaba a expresar un cambio de ánimo.
—Veinte —dijo de pronto, no como si fuera una
negociación, sino, más bien, una decisión tomada por su cuenta—. Y vas a tirar
las bolsas de pasto. Nada de esconderlas abajo de la parrilla.
Acepté, encogiéndome de hombros, avergonzada más
por el descubrimiento de las bolsas de pasto que por el de los cigarrillos.
Trabajar para Vera había sido más laborioso de lo
que esperaba. ¿Yo quería la plata para apostarla en el póker, o estaba buscando
la manera de pasar el tiempo? Cualquier razón, con las nuevas circunstancias,
me parecía inválida, errada. Deseaba hacer las cinco cuadras hasta casa, meterme
en la cama y taparme hasta la cabeza. Comparando mi cama con el comedor frío de
esa vieja, la computadora con las vajillas pintadas a mano de medio siglo, consideré
que estaba viviendo una tortura.
Vera sirvió un chorro de leche caliente en su té,
se llevó la taza la boca y sorbió sin hacer ruido.
—Fuman mal hoy —dijo, apoyando la taza en el
platito—. Ese tabaco es alfalfa embarrada.
Envolvió el bizcocho en una servilleta y le dio un
bocado. Tragó, se limpió la comisura de los labios y siguió:
—Antes se ahorraba y se fumaba mejor a la vez, dejame
enseñarte. —Se puso de pie y salió caminando del comedor. Yo no sabía qué
hacer. Sentía a mi alrededor un silencio expectante como un tigre agazapado. Primero
escuché sus pasos, y después Vera apareció cargada de paquetes y utensilios. Dijo:—.
Así se hace, prestá atención.
Hizo a un lado las tazas y la fuente con bizcochos
y colocó en la mesa un paquete rojo sin etiqueta; una hojita translúcida; un
capuchoncito de metal que, deduje, sería el filtro, y una varilla del tamaño de
un escarbadientes. Por último, un encendedor dorado.
Yo me senté erguida.
—Al tabaco me lo manda una amiga desde Carolina
del Norte —explicó, concentrada en el trabajo—. Aprendí a armar cigarrillos en
Inglaterra, trabajando en un casino, y lo hice tan bien que el jefe me llevó a
su oficina, detrás de un biombo, para que enrolle tabaco para él y sus amigos.
Alguna vez mis manos armaron el último cigarro de un hombre —dijo, orgullosa.
Era difícil
para mí comprender lo que hacía Vera, pero la fui siguiendo: plegó el papel, lo
rellenó con brotes de tabaco y cerró el diminuto embudo. Después rodó ese
mazacote en un cilindro perfecto, al que, por último, le insertó el filtro por
un extremo.
—Me casé con ese hombre, el jefe del casino
—comentó, mientras prensaba con la varilla los brotes de tabaco que
sobresalían—. Fue un matrimonio corto, pero divertido. Tomá. —Me enseñó el
prolijo cigarrito y lo puso sobre la mesa, a mi alcance—. Probá.
Yo lo tomé con cuidado. Al contacto, el papel
parecía una piel vieja, olía a tierra. Vera me ofreció fuego y yo, aún dudando,
acerqué el cigarrito. Después me lo llevé a los labios e inspiré.
Cerré los ojos contra mi voluntad; el humo me
llenó los pulmones y yo sentí que probaba la boca amarga del jefe del casino y la
de cada uno de los amantes de esa mujer: bocas carnosas, coronadas por bigotes, de dientes
presentes, y hasta unas jugosas como manzanas acarameladas. Bocas y manos de
ceniza. Pupilas que se encendían como colillas al viento.
Cuando abrí los ojos y solté el humo, en el sillón
ya no estaba Vera, no había ninguna vieja. Había otra cosa, una criatura
abstracta y maravillosa, indecible para una chica de mi edad, que, detrás de
esa niebla, fue tomando la forma de una mujer.