Si tuviéramos que caracterizar a
la contemporaneidad, al presente inmediato, diríamos que ocurre en dos planos: el físico y el virtual. El primero,
específico del espacio, de la gravedad y el cuerpo, cuyo peso cargamos como
Sísifo acarrea la roca; el segundo, de la inmaterialidad, el de la carencia de
las imposibilidades y la homogeneización. A diario abandonamos la primer
realidad para instalarnos en la segunda, dejamos el cuerpo al cuidado de una silla
ergonómica y nuestros ojos se funden
en la pantalla, que pasa a ser una forma omnisciente de visión a la que
extrañamos cuando estamos de vuelta en la carne.
La Era de la Información
paulatinamente fue adocenando las capacidades cognitivas más elementales como
la atención y la memoria; el individuo ya desconoce los méritos de una dieta
sensorial balanceada y consume bulímicamente a través del binge-watching, por medio de los algoritmos que adivinan nuestro
propio deseo y lo vuelven perverso, inagotable —«Si te gustó esto, comprá esto
otro»—. Esta voracidad transforma los cerebros en órganos incapaces de
mantenerse fuera de la virtualidad, de enfrentarse al crudo de la materialidad,
donde el deseo no es inmediato.
Por otra parte, bajo las nociones
de la vida plena, la eficacia se transformó en el valor ulterior. La libertad
que se promueve ahora es una libertad que debe ser eficaz. Nos enseñan a vivir
mejor, a vivir más, a motivarnos, a contar las calorías y tomar tantos litros
de agua por día. Cada una de las ciencias de la conducta y las neurociencias
justifican las elecciones que hemos de tomar: veinte minutos de meditación
diaria para reemplazar dos horas de siesta; una mascota para reducir el nivel
de estrés. En el paradigma de lo cuantificable, ¿quién se podría oponer a lo
estrictamente correcto? Aun así somos incapaces de recordar la extensa receta
médica que seguimos a diario; pero eso no es un problema: la alarma del celular
lo anuncia. Procedemos entonces a tomar las vitaminas, hacer los estiramientos;
curamos el cuerpo y nos vaciamos luego en internet.
Desde su origen la humanidad ha proyectado
en la naturaleza sus más grandes miedos, todos sus esfuerzos fueron para
domeñarla y obtener algo a favor. Se constituyeron sistemas gregarios de defensa
y producción de alimentos, y con el tiempo el éxito de su conquista llevo al
ser humano, siguiendo a William Blake, a
criar pestilencia: el deseo pérfido de consumir en sí mismo es una perversión,
el inescapable espiral al que estamos sometidos. La naturaleza pasó de ser la
mayor fuente de miedos a una molestia, la maleza que crece en la grieta de cemento.
En nuestra compulsión de escape, creamos la segunda realidad, en la que somos
livianos, anónimos y eternos.
Pero los grandes pensadores, los
verdaderos iluminados, cuyos cerebros no estaban infectados de publicidad,
dirigían su mirada a la naturaleza. El Ermenonville fue el primer jardín europeo
creado con intenciones filosóficas. En esos campos de flores y árboles copiosos
los filósofos descansaban de la compañía humana y vagaban como también lo
hacían en su mente. Como dice Beruete (Verdolatría, 2018): «Pasearse por el
jardín ya no significa únicamente estirar las piernas y oxigenar los pulmones
sino también observar y actuar, interrogarse a uno mismo y entablar un diálogo
con el paisaje». Este estado de atención relajada que solo proporciona el
contacto con la naturaleza, de observación y curiosidad, de oyente, ha constituido el terreno fértil del pensamiento
original. En la calma uno mimetiza el cuerpo a la planta, lo vegetaliza, y solo se es, uno está, no escapa.
Hoy se apropia la psicología de una
de las prácticas cardinales de muchas culturas orientales: el mindfulness. Habitar el presente en tiempos
de futuro es una tarea ardua. Y si nos recetan la meditación es con un fin:
relajar y funcionar mejor en el trabajo o en la casa, no enojarse tanto o bajar
la ansiedad que me da el tráfico.
Pero la meditación es un fin en
sí mismo. No pensar es la verdadera revolución, es salirse del espiral. No
producir. Ser vegetal es la contraeducación a la comunicación instantánea y el
modelo de producción fordista en el que somos un engranaje. Ir en contra del
hipervínculo y el algoritmo de las ofertas es no desear. Remar contracorriente
de las memorias que se acortan. Ser el árbol en cuyo tronco los anillos
registran la historia completa. El sufrimiento que nos produce el miedo al
sufrimiento va a desaparecer. En cuanto volvamos la mirada a la naturaleza vamos
a encontrar a Dios, que no promete nada, solo la posibilidad de existir.