martes, 27 de agosto de 2019

Dios-planta: un ensayo sobre la ansiedad.


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Si tuviéramos que caracterizar a la contemporaneidad, al presente inmediato, diríamos que ocurre en dos planos: el físico y el virtual. El primero, específico del espacio, de la gravedad y el cuerpo, cuyo peso cargamos como Sísifo acarrea la roca; el segundo, de la inmaterialidad, el de la carencia de las imposibilidades y la homogeneización. A diario abandonamos la primer realidad para instalarnos en la segunda, dejamos el cuerpo al cuidado de una silla ergonómica y nuestros ojos se funden en la pantalla, que pasa a ser una forma omnisciente de visión a la que extrañamos cuando estamos de vuelta en la carne.
La Era de la Información paulatinamente fue adocenando las capacidades cognitivas más elementales como la atención y la memoria; el individuo ya desconoce los méritos de una dieta sensorial balanceada y consume bulímicamente a través del binge-watching, por medio de los algoritmos que adivinan nuestro propio deseo y lo vuelven perverso, inagotable —«Si te gustó esto, comprá esto otro»—. Esta voracidad transforma los cerebros en órganos incapaces de mantenerse fuera de la virtualidad, de enfrentarse al crudo de la materialidad, donde el deseo no es inmediato.
Por otra parte, bajo las nociones de la vida plena, la eficacia se transformó en el valor ulterior. La libertad que se promueve ahora es una libertad que debe ser eficaz. Nos enseñan a vivir mejor, a vivir más, a motivarnos, a contar las calorías y tomar tantos litros de agua por día. Cada una de las ciencias de la conducta y las neurociencias justifican las elecciones que hemos de tomar: veinte minutos de meditación diaria para reemplazar dos horas de siesta; una mascota para reducir el nivel de estrés. En el paradigma de lo cuantificable, ¿quién se podría oponer a lo estrictamente correcto? Aun así somos incapaces de recordar la extensa receta médica que seguimos a diario; pero eso no es un problema: la alarma del celular lo anuncia. Procedemos entonces a tomar las vitaminas, hacer los estiramientos; curamos el cuerpo y nos vaciamos luego en internet.
Desde su origen la humanidad ha proyectado en la naturaleza sus más grandes miedos, todos sus esfuerzos fueron para domeñarla y obtener algo a favor. Se constituyeron sistemas gregarios de defensa y producción de alimentos, y con el tiempo el éxito de su conquista llevo al ser humano, siguiendo a William Blake,  a criar pestilencia: el deseo pérfido de consumir en sí mismo es una perversión, el inescapable espiral al que estamos sometidos. La naturaleza pasó de ser la mayor fuente de miedos a una molestia, la maleza que crece en la grieta de cemento. En nuestra compulsión de escape, creamos la segunda realidad, en la que somos livianos, anónimos y eternos.
Pero los grandes pensadores, los verdaderos iluminados, cuyos cerebros no estaban infectados de publicidad, dirigían su mirada a la naturaleza. El Ermenonville fue el primer jardín europeo creado con intenciones filosóficas. En esos campos de flores y árboles copiosos los filósofos descansaban de la compañía humana y vagaban como también lo hacían en su mente. Como dice Beruete (Verdolatría, 2018): «Pasearse por el jardín ya no significa únicamente estirar las piernas y oxigenar los pulmones sino también observar y actuar, interrogarse a uno mismo y entablar un diálogo con el paisaje». Este estado de atención relajada que solo proporciona el contacto con la naturaleza, de observación y curiosidad, de oyente,  ha constituido el terreno fértil del pensamiento original. En la calma uno mimetiza el cuerpo a la planta, lo vegetaliza, y solo se es, uno está, no escapa.
Hoy se apropia la psicología de una de las prácticas cardinales de muchas culturas orientales: el mindfulness. Habitar el presente en tiempos de futuro es una tarea ardua. Y si nos recetan la meditación es con un fin: relajar y funcionar mejor en el trabajo o en la casa, no enojarse tanto o bajar la ansiedad que me da el tráfico.
Pero la meditación es un fin en sí mismo. No pensar es la verdadera revolución, es salirse del espiral. No producir. Ser vegetal es la contraeducación a la comunicación instantánea y el modelo de producción fordista en el que somos un engranaje. Ir en contra del hipervínculo y el algoritmo de las ofertas es no desear. Remar contracorriente de las memorias que se acortan. Ser el árbol en cuyo tronco los anillos registran la historia completa. El sufrimiento que nos produce el miedo al sufrimiento va a desaparecer. En cuanto volvamos la mirada a la naturaleza vamos a encontrar a Dios, que no promete nada, solo la posibilidad de existir.