miércoles, 12 de mayo de 2021

Ficciones


         

Mi esposa y su madre se peleaban poco, por cosas mundanas como una huella en el piso encerado. Discutían a media voz, cada una enredada en su tarea —mientras cocían a máquina, se frotaban piedra pómez en los callos sentadas en la tapa del inodoro o revolvían sartenes pesadas en el fogón—, y seguían el hilo de la conversación con una facilidad aparente. A veces se interrumpían si se machucaban un dedo o sufrían una quemadura de aceite, pero retomaban con exactitud el punto en el que habían dejado las palabras como un hijo a medio vestir. Nunca llegaban a un acuerdo, y, sin embargo, siempre me daba la sensación de que mi esposa era la ganadora. Su madre abandonaba, en silencio, como nublada de pensamientos, y pasaba a otra tarea.

Con la misma calma de otras veces, en medio de una discusión porque Beatriz dejó las luces prendidas, el sábado pasado mi esposa alzó la vista del lavarropas y me dijo:

—¿Sabías que esta mujer no es mi madre?

Y después, como distraída, se agachó, recogió el montón de ropa húmeda y se fue al jardín. Estuvo ocupada el resto de la mañana colgando las prendas, entremezclada en los canteros, ahogando con la alcachofa de plástico los geranios rojos como una furia. Cuando su madre y yo estábamos por terminar de comer, entró mi mujer con hojas en la cabeza y se sentó a mi lado. 

Inmediatamente, Beatriz se limpió la boca, se levantó de la mesa con el plato y se dispuso a frotar el pegote de fideos debajo de la canilla, de espaldas a nosotros, absorta en la tarea. 

Le toqué el codo a mi esposa y ella me miró con impaciencia.

—¿Por qué dijiste eso? —pregunté en voz baja, aprovechando el ruido del agua.

—¿Qué cosa?

—Que no es tu mamá.

—Porque es cierto —se limitó a decir. 

Beatriz terminó con la limpieza y se retiró a descansar agarrándose de cada superficie disponible: la mesa, el respaldo de una silla, el perchero del pasillo.

—Estás loca —le dije, todavía a media voz.

Esa actitud de chiquilina a mi esposa le quedaba mal. Yo no quería escuchar una palabra más sobre el tema, así que volví al diario. Pero esa noche, mientras se recorría las largas piernas con las manos encremadas, le volví a preguntar:

—¿Por qué dijiste eso de que Beatriz no es tu madre? 

Entonces, por fin, conocí la verdadera historia de la mujer con la que llevo una década casado. 

A la madre, la verdadera, la habían expulsado de un colegio de monjas por estar embarazada. En el vientre no llevaba una hembrita, sino un varón. El padre del bebé era un tiracables de una banda de rock famosa de los 90, un utilero de los que viajan en el colectivo destartalado y comen las sobras de las figuras. Lorena había sido una de esas sobras, y sus padres y sus amigas empezaron a tratarla como tal. Pero a ella no le importaba quedarse sola, que el desnortado encima le hubiera dado un número falso —escrito en un cartón de cigarrillos recogido de la calle— y que nunca más pudiera comunicarse con él: estaba dispuesta a parir ese hijo sin padre ni abuelos, a criarlo con devoción. 

La cesárea fue extenuante; los días de posparto, más dolorosos de lo que le explicaron que serían. Lorena volvió a su casa con una sanguijuela arrugada que le masticaba los pezones con encías filosas y que chillaba toda la noche, incapaz de dormir por más de media hora de corrido. Qué equivocada estaba sobre la maternidad. Odiar a esa criatura no le llevó ni mucho tiempo ni mucho esfuerzo, pero el corazón se le salía del pecho cada vez que pensaba en salir corriendo de la casa, en abandonarlo envuelto en esa mantita que repelía su propio olor edulcorado de madre. Hubiera sido como sacarse un órgano vital. Un impulso contrario al deseo la frenaba cada vez que la idea asumía forma. Así que lo crió, sumamente enamorada, pero, a la vez, con repulsión de ese amor febril de madre. 

La segunda, así y todo, hija bastarda con un oficinista casado, no le despertó ningún sentimiento de culpa: a la nena la tiró en un conteiner de basura una tarde de primavera. 

Una mujer gorda llamada Belinda encontró al bebé desperezándose entre las bolsas. La llevó a la peluquería en la que la mujer trabajaba, la bañó en una palangana con agua tibia y la alimentó en la cocina del fondo, con un pan mojado en leche hervida. Antes de avisar a la policía, Belinda pensó en su hermana, Beatriz. 

Beatriz quiso a la bebé desde el primer momento en que la vio embutida en las toallas: parecía un poroto pelado. La gran tara de la vida de Beatriz había sido la infertilidad, pero con esa beba risueña podría resarcir la falla orgánica que la había dejado seca desde tan joven. Decidió que le diría a todo el mundo que era su hija biológica, un milagro, y esa misma mañana se la llevó escondida en una canasta. 

La crianza de mi mujer —esa parte yo ya la conocía— había sido estricta, con castigos crueles si no cumplía con los quehaceres. Esos pocitos que mi mujer tenía en las rodillas —me había confesado hace unos años— le quedaron por arrodillarse en maíz. A pesar de todo, ella no guardaba rencores por la rigidez en su educación, me aseguró, pero si tuviéramos un hijo, no repetiría los métodos.

De la historia verdadera de su vida, mi mujer se enteró por dos fuentes: poco antes de casarse conmigo, Lorena la fue a visitar a la pensión estudiantil en la que mi mujer vivía; a la otra mitad de la historia se la contó Beatriz cuando mi esposa le preguntó si era cierto lo que esa desconocida le había dicho. 

—¿Seguís en contacto con tu mamá? —le pregunté, y me apuré a agregar: —. La biológica.

Entonces escuchamos en silencio a Beatriz cruzar el pasillo arrastrando la pierna izquierda por la alfombra, y, cuando oímos la puerta cerrarse, retomamos la conversación.

—Nunca estuvimos en contacto —me dijo.

—¿Por qué no me habías contado?

Mi mujer miró al techo un rato, y después se giró de su lado de la cama.

—No se me ocurrió.

—Soy tu esposo.

—Ya sé —dijo, y se subió la frazada como dando por terminada la conversación.

Al día siguiente, madrugó para trabajar en el jardín. La vi por la ventana, acuchillada en la tierra, con el overol celeste caído en un hombro. A la luz del día, la charla de la noche anterior parecía un sueño, una ficción que nada tenía que ver con la vida ordinaria de una mujer como la mía. 

Encontré a Beatriz trabajando en la cocina. Yo no alcanzaba a ver en qué estaba ocupada, pero la niebla de harina me daba la idea de que comeríamos los sorrentinos de pulpo que tanto me desagradan y que ella se empeñaba en perfeccionar. Me senté a la mesa y repasé el diario. Cada tanto yo despegaba la mirada de las columnas de política para ver a Beatriz amasar sobre la fórmica. Las ollas y los cuchillos en la pared, como espejos de circo, devolvían un reflejo desfigurado y oscuro de su cara. 

Experimenté una inquietud vaga estando cerca de ella, como si, por una ilusión, hubiera aparecido en mi casa una desconocida, una vieja que no tenía parentesco alguno conmigo ni con mi esposa, ni siquiera con la Beatriz del día anterior. Intenté sentirme avergonzado, sentirme ridículo; se trataba de Beatriz, mi suegra. Pero no pude, así que plegué el diario y salí a caminar por la playa, a que el empuje incesante del mar me lavara del cuerpo esa sensación de extrañeza.

Cuando volví, todavía intranquilo y con los dobladillos empapados, Beatriz absorbía con una servilleta el aceite de un pastelito de hojaldre y lo llevaba a un plato en la mesa. Mi esposa estaba ahí, soplando uno muy cerca de la boca. Nos miramos. 

Yo me la imaginé desnuda, retorciéndose entre comida podrida, botellas y bolsas de nylon, y sentí asco de esa mujer que, desde ese mismo momento, dejó de pertenecerme.