jueves, 24 de junio de 2021

Bocas

 

Francisco Rapalo

 


—¿Qué fumás? —preguntó la vieja Vera.

De inmediato tanteé el paquete de cigarrillos sobresaliendo del jean. Seguro que la vieja lo había descubierto a través del hueco del respaldar. Yo seguía sin responder. Vera dejó el azucarero, se sentó y esperó con una leve sonrisa.

—En mi casa ya saben —dije.

Mis padres no tenían la menor idea.  Papá estaba más en la fábrica que en casa, y, cuando volvía, corría a echarse en el sillón como un sapo sobre una piedra caliente. Por otro lado, Mamá nunca se quería enterar de nada: yo desaprobé tres materias, fumaba y jugaba regularmente al póker online por dinero; mientras tanto, ella luchaba cada mes con la vergüenza de entregarme los anticonceptivos.

Nadie en mi familia estaba al tanto de lo que hacía con mi vida.

—Ya saben en mi casa —repetí, a ver si esta vez sonaba creíble.

—Yo pregunté qué fumás, no si fumás —dijo la vieja, rígida como en un retrato—. Eso ya lo sé desde el primer día. De mala calidad encima, mirate los dedos.

Hice lo que me dijo: tenía puntos grises en las yemas; debajo de las uñas, juntaba una mugre como de alfombra.

—No digas nada —pedí, vencida, imaginándome la decepción irreconciliable de Mamá si se enterase—. Trabajo gratis por una semana… —Evalué los ojos de Vera: nada—… ¿Quince días? Por favor.

Apenas pude distinguir un gesto naciendo en su cara arrugada. El resto de su cuerpo se negaba a expresar un cambio de ánimo.

—Veinte —dijo de pronto, no como si fuera una negociación, sino, más bien, una decisión tomada por su cuenta—. Y vas a tirar las bolsas de pasto. Nada de esconderlas abajo de la parrilla.

Acepté, encogiéndome de hombros, avergonzada más por el descubrimiento de las bolsas de pasto que por el de los cigarrillos.

Trabajar para Vera había sido más laborioso de lo que esperaba. ¿Yo quería la plata para apostarla en el póker, o estaba buscando la manera de pasar el tiempo? Cualquier razón, con las nuevas circunstancias, me parecía inválida, errada. Deseaba hacer las cinco cuadras hasta casa, meterme en la cama y taparme hasta la cabeza. Comparando mi cama con el comedor frío de esa vieja, la computadora con las vajillas pintadas a mano de medio siglo, consideré que estaba viviendo una tortura.

Vera sirvió un chorro de leche caliente en su té, se llevó la taza la boca y sorbió sin hacer ruido.

—Fuman mal hoy —dijo, apoyando la taza en el platito—. Ese tabaco es alfalfa embarrada.

Envolvió el bizcocho en una servilleta y le dio un bocado. Tragó, se limpió la comisura de los labios y siguió:

—Antes se ahorraba y se fumaba mejor a la vez, dejame enseñarte. —Se puso de pie y salió caminando del comedor. Yo no sabía qué hacer. Sentía a mi alrededor un silencio expectante como un tigre agazapado. Primero escuché sus pasos, y después Vera apareció cargada de paquetes y utensilios. Dijo:—. Así se hace, prestá atención.

Hizo a un lado las tazas y la fuente con bizcochos y colocó en la mesa un paquete rojo sin etiqueta; una hojita translúcida; un capuchoncito de metal que, deduje, sería el filtro, y una varilla del tamaño de un escarbadientes. Por último, un encendedor dorado.

Yo me senté erguida.

—Al tabaco me lo manda una amiga desde Carolina del Norte —explicó, concentrada en el trabajo—. Aprendí a armar cigarrillos en Inglaterra, trabajando en un casino, y lo hice tan bien que el jefe me llevó a su oficina, detrás de un biombo, para que enrolle tabaco para él y sus amigos. Alguna vez mis manos armaron el último cigarro de un hombre —dijo, orgullosa.

 Era difícil para mí comprender lo que hacía Vera, pero la fui siguiendo: plegó el papel, lo rellenó con brotes de tabaco y cerró el diminuto embudo. Después rodó ese mazacote en un cilindro perfecto, al que, por último, le insertó el filtro por un extremo.

—Me casé con ese hombre, el jefe del casino —comentó, mientras prensaba con la varilla los brotes de tabaco que sobresalían—. Fue un matrimonio corto, pero divertido. Tomá. —Me enseñó el prolijo cigarrito y lo puso sobre la mesa, a mi alcance—. Probá.

Yo lo tomé con cuidado. Al contacto, el papel parecía una piel vieja, olía a tierra. Vera me ofreció fuego y yo, aún dudando, acerqué el cigarrito. Después me lo llevé a los labios e inspiré.

Cerré los ojos contra mi voluntad; el humo me llenó los pulmones y yo sentí que probaba la boca amarga del jefe del casino y la de cada uno de los amantes de esa mujer: bocas carnosas, coronadas por bigotes, de dientes presentes, y hasta unas jugosas como manzanas acarameladas. Bocas y manos de ceniza. Pupilas que se encendían como colillas al viento.

Cuando abrí los ojos y solté el humo, en el sillón ya no estaba Vera, no había ninguna vieja. Había otra cosa, una criatura abstracta y maravillosa, indecible para una chica de mi edad, que, detrás de esa niebla, fue tomando la forma de una mujer.

miércoles, 12 de mayo de 2021

Ficciones


         

Mi esposa y su madre se peleaban poco, por cosas mundanas como una huella en el piso encerado. Discutían a media voz, cada una enredada en su tarea —mientras cocían a máquina, se frotaban piedra pómez en los callos sentadas en la tapa del inodoro o revolvían sartenes pesadas en el fogón—, y seguían el hilo de la conversación con una facilidad aparente. A veces se interrumpían si se machucaban un dedo o sufrían una quemadura de aceite, pero retomaban con exactitud el punto en el que habían dejado las palabras como un hijo a medio vestir. Nunca llegaban a un acuerdo, y, sin embargo, siempre me daba la sensación de que mi esposa era la ganadora. Su madre abandonaba, en silencio, como nublada de pensamientos, y pasaba a otra tarea.

Con la misma calma de otras veces, en medio de una discusión porque Beatriz dejó las luces prendidas, el sábado pasado mi esposa alzó la vista del lavarropas y me dijo:

—¿Sabías que esta mujer no es mi madre?

Y después, como distraída, se agachó, recogió el montón de ropa húmeda y se fue al jardín. Estuvo ocupada el resto de la mañana colgando las prendas, entremezclada en los canteros, ahogando con la alcachofa de plástico los geranios rojos como una furia. Cuando su madre y yo estábamos por terminar de comer, entró mi mujer con hojas en la cabeza y se sentó a mi lado. 

Inmediatamente, Beatriz se limpió la boca, se levantó de la mesa con el plato y se dispuso a frotar el pegote de fideos debajo de la canilla, de espaldas a nosotros, absorta en la tarea. 

Le toqué el codo a mi esposa y ella me miró con impaciencia.

—¿Por qué dijiste eso? —pregunté en voz baja, aprovechando el ruido del agua.

—¿Qué cosa?

—Que no es tu mamá.

—Porque es cierto —se limitó a decir. 

Beatriz terminó con la limpieza y se retiró a descansar agarrándose de cada superficie disponible: la mesa, el respaldo de una silla, el perchero del pasillo.

—Estás loca —le dije, todavía a media voz.

Esa actitud de chiquilina a mi esposa le quedaba mal. Yo no quería escuchar una palabra más sobre el tema, así que volví al diario. Pero esa noche, mientras se recorría las largas piernas con las manos encremadas, le volví a preguntar:

—¿Por qué dijiste eso de que Beatriz no es tu madre? 

Entonces, por fin, conocí la verdadera historia de la mujer con la que llevo una década casado. 

A la madre, la verdadera, la habían expulsado de un colegio de monjas por estar embarazada. En el vientre no llevaba una hembrita, sino un varón. El padre del bebé era un tiracables de una banda de rock famosa de los 90, un utilero de los que viajan en el colectivo destartalado y comen las sobras de las figuras. Lorena había sido una de esas sobras, y sus padres y sus amigas empezaron a tratarla como tal. Pero a ella no le importaba quedarse sola, que el desnortado encima le hubiera dado un número falso —escrito en un cartón de cigarrillos recogido de la calle— y que nunca más pudiera comunicarse con él: estaba dispuesta a parir ese hijo sin padre ni abuelos, a criarlo con devoción. 

La cesárea fue extenuante; los días de posparto, más dolorosos de lo que le explicaron que serían. Lorena volvió a su casa con una sanguijuela arrugada que le masticaba los pezones con encías filosas y que chillaba toda la noche, incapaz de dormir por más de media hora de corrido. Qué equivocada estaba sobre la maternidad. Odiar a esa criatura no le llevó ni mucho tiempo ni mucho esfuerzo, pero el corazón se le salía del pecho cada vez que pensaba en salir corriendo de la casa, en abandonarlo envuelto en esa mantita que repelía su propio olor edulcorado de madre. Hubiera sido como sacarse un órgano vital. Un impulso contrario al deseo la frenaba cada vez que la idea asumía forma. Así que lo crió, sumamente enamorada, pero, a la vez, con repulsión de ese amor febril de madre. 

La segunda, así y todo, hija bastarda con un oficinista casado, no le despertó ningún sentimiento de culpa: a la nena la tiró en un conteiner de basura una tarde de primavera. 

Una mujer gorda llamada Belinda encontró al bebé desperezándose entre las bolsas. La llevó a la peluquería en la que la mujer trabajaba, la bañó en una palangana con agua tibia y la alimentó en la cocina del fondo, con un pan mojado en leche hervida. Antes de avisar a la policía, Belinda pensó en su hermana, Beatriz. 

Beatriz quiso a la bebé desde el primer momento en que la vio embutida en las toallas: parecía un poroto pelado. La gran tara de la vida de Beatriz había sido la infertilidad, pero con esa beba risueña podría resarcir la falla orgánica que la había dejado seca desde tan joven. Decidió que le diría a todo el mundo que era su hija biológica, un milagro, y esa misma mañana se la llevó escondida en una canasta. 

La crianza de mi mujer —esa parte yo ya la conocía— había sido estricta, con castigos crueles si no cumplía con los quehaceres. Esos pocitos que mi mujer tenía en las rodillas —me había confesado hace unos años— le quedaron por arrodillarse en maíz. A pesar de todo, ella no guardaba rencores por la rigidez en su educación, me aseguró, pero si tuviéramos un hijo, no repetiría los métodos.

De la historia verdadera de su vida, mi mujer se enteró por dos fuentes: poco antes de casarse conmigo, Lorena la fue a visitar a la pensión estudiantil en la que mi mujer vivía; a la otra mitad de la historia se la contó Beatriz cuando mi esposa le preguntó si era cierto lo que esa desconocida le había dicho. 

—¿Seguís en contacto con tu mamá? —le pregunté, y me apuré a agregar: —. La biológica.

Entonces escuchamos en silencio a Beatriz cruzar el pasillo arrastrando la pierna izquierda por la alfombra, y, cuando oímos la puerta cerrarse, retomamos la conversación.

—Nunca estuvimos en contacto —me dijo.

—¿Por qué no me habías contado?

Mi mujer miró al techo un rato, y después se giró de su lado de la cama.

—No se me ocurrió.

—Soy tu esposo.

—Ya sé —dijo, y se subió la frazada como dando por terminada la conversación.

Al día siguiente, madrugó para trabajar en el jardín. La vi por la ventana, acuchillada en la tierra, con el overol celeste caído en un hombro. A la luz del día, la charla de la noche anterior parecía un sueño, una ficción que nada tenía que ver con la vida ordinaria de una mujer como la mía. 

Encontré a Beatriz trabajando en la cocina. Yo no alcanzaba a ver en qué estaba ocupada, pero la niebla de harina me daba la idea de que comeríamos los sorrentinos de pulpo que tanto me desagradan y que ella se empeñaba en perfeccionar. Me senté a la mesa y repasé el diario. Cada tanto yo despegaba la mirada de las columnas de política para ver a Beatriz amasar sobre la fórmica. Las ollas y los cuchillos en la pared, como espejos de circo, devolvían un reflejo desfigurado y oscuro de su cara. 

Experimenté una inquietud vaga estando cerca de ella, como si, por una ilusión, hubiera aparecido en mi casa una desconocida, una vieja que no tenía parentesco alguno conmigo ni con mi esposa, ni siquiera con la Beatriz del día anterior. Intenté sentirme avergonzado, sentirme ridículo; se trataba de Beatriz, mi suegra. Pero no pude, así que plegué el diario y salí a caminar por la playa, a que el empuje incesante del mar me lavara del cuerpo esa sensación de extrañeza.

Cuando volví, todavía intranquilo y con los dobladillos empapados, Beatriz absorbía con una servilleta el aceite de un pastelito de hojaldre y lo llevaba a un plato en la mesa. Mi esposa estaba ahí, soplando uno muy cerca de la boca. Nos miramos. 

Yo me la imaginé desnuda, retorciéndose entre comida podrida, botellas y bolsas de nylon, y sentí asco de esa mujer que, desde ese mismo momento, dejó de pertenecerme.


lunes, 24 de febrero de 2020

Análisis de Parasite



La libertad perfecta sería morir víctima de los cuatro elementos. 
- Sexual Personae, Camille Paglia




El padre de familia pobre aplasta al insecto que amenaza con contaminar su comida.
La acción es un presagio de su propio destino, el del homicidio. La película está escrita en clave de tragedia: la hamartia de la familia pobre es tener un plan. Tienen un plan de ascenso social, por lo que buscan escapar de la marginalidad, límite donde el ser humano combate la plaga con sus manos, donde sobrevive devorando al más débil y huyendo del depredador más grande.
El pobre está inmerso en la cara oscura de la naturaleza: lo podrido se extiende y coloniza. El parásito dentro del parásito.


Kim-woo, el hijo de la familia pobre, asciende de clase social. Pero no es solo un ascenso literal, de un lugar más bajo a uno más alto, subir escaleras (lo que parecen analizar todos), sino que además es el ascenso del alma a la que se le abren las puertas del Paraíso.
El humano, desde mucho antes del cristianismo, representa ese lugar utópico de pura felicidad y placer asexuado con jardines, quizá como símbolo de naturaleza domesticada, de civilización. El Edén es de repente accesible para Kim-Woo. Cuando sube las escaleras, vemos por primera vez en la película la luz del sol. Incluso vemos el sol, el astro, como representación absoluta de Dios. Dios está ahí más que en ningún lado.
El culto a los dioses celestiales se traslada al culto al capitalismo. Dios sigue existiendo en las formas del progreso, pero siempre fue el mismo. Los aristócratas recrean en sus mansiones esas imágenes divinas del Edén al que el resto mira desde afuera.
El viaje de Kim-woo es la conquista del hombre que se civiliza.



La línea acá es un borde, pero también un espejo.
La composición de la toma es dispareja, a la izquierda tenemos a la ama de llaves y al hijo de la familia pobre: la clase trabajadora; a la derecha, al empleador. Dos tercios están ocupados por la clase trabajadora, que va llenando el espacio, que es multitud. A veces una familia de clase alta tiene más empleados que miembros de la familia. Los ricos siempre fueron y serán pocos, menos. La riqueza tiende a acumularse en un 1% de la población. Los que menos tienen son multitud, la masa viva que arrastra la maquinaria social atravesando con el cuerpo. La línea en este plano es una raya fraccionaria: 1/3. A su vez, en una interpretación literal, es un borde que no debe cruzarse, pero que se cruza. En la escena, la ama de llaves despierta con un aplauso a la patrona, y al hacerlo cruza la línea.
En un segundo nivel, la línea es un espejo. Por un lado, la patrona representa a la feminidad victoriana: la damisela aburrida en el verdal, la que se impresiona y desmaya, la criatura frágil, pálida y delgada. Por el otro, la ama de llaves es vigorosa, robusta, dictatorial, lleva el orden de la casa, mujer de clase trabajadora. Es un espejo porque no se entienden, pero se miran, se toleran, buscan verse en el otro para aceptar las diferencias.

Parasite es un thriller en primer lugar, porque toma el miedo al traspaso a la propiedad privada y lo dramatiza en una historia de suspenso. Acá los empleados la ven dormir. Y aunque la escena tenga un tono de humor, el subtexto es claramente de suspenso: Ki-woo es una presencia que observa, es el depredador, y la familia rica es la presa. Acá no se aceptan maniqueismos. Las clases sociales son un artefacto que le da estructura a la película, le da un tema: el miedo a los pobres.





Acá sigue el concepto de la línea, pero esta vez es psicológica.
Ki-jung, en su farsa de maestra de arte, Jessica, convence a la madre del niño de que su hijo está reprimiendo un trauma sucedido hace unos años, y que ese terror contenido es visible a través de los cuadros que pinta. La cámara se traslada de la izquierda hacia la derecha, cruzando la cabeza de la farsante. Es un movimiento dramático que simboliza un giro en los acontecimientos, pero que también funciona como representación visual del carácter psicológico de la situación. La toma de la madre del niño cambia del perfil izquierdo al derecho, como reflejando la diferencia entre ambos hemisferios cerebrales: la parte racional y la parte irracional. Jessica, una pitonisa moderna, logra hipnotizar a la ingenua ama de casa, accede a su mayor miedo, hunde un pie en el agua. La línea que protegía a la madre del niño ha sido cruzada. La farsante accedió al hemisferio derecho. La parasitó.





La casa es la psiquis. Cualquier traspaso de límites es una violación. El arquitecto que la construyó, exiliado a Paris, creó un compartimento en el sótano, en el lugar más profundo de la casa: aún más abajo, a través de una serie de pasillos empinados, hay un búnker. Claramente, el límite no es definitivo. Debajo de las tablas respiran los parásitos.
El búnker es el inconsciente, la habitación anegada. Las construcciones apolíneas —es decir, las grandes obras de la arquitectura— imitan las dinámicas psíquicas sobre las que Freud teorizó. Hacia el final de la película, Kim-Woo observa el jardín desde una de las habitaciones más altas: la visión es panorámica; el personaje se encuentra en una encrucijada moral. Arriba, vigilante, un faro, un mirador: el superyó.
Pero lo que no se puede observar en lo que está bajo tierra. Incluso en la mansión de la familia rica acechan las fuerzas corruptas e indomeñables de la naturaleza. Desde el fondo, el parásito envía señales de vida: las luces parpadean en código Morse. Es el inconsciente sintomatizando. En el pasado, Da-Song vio la aparición de Geun-sae. La escena parece sacada de una película de terror. Lo que el pequeño presencia es un fantasma. Es el recuerdo de la casa que piensa, como el Hill House de Shirley Jackson. Lo que ve Da-Song es el inconsciente colándose a la conciencia, subiendo las escaleras.




En la mansión la lluvia es un espectáculo, un elemento que le da atmósfera a la vida rutinaria y plana: Da-song, el malcriado, instala su carpa india en el jardín bajo la lluvia, protegido por el plástico "que es de buena calidad porque es yanqui". Los padres lo vigilan por si acaso, recostados en el sofá, a través de una ventana panorámica que tiene las proporciones de una pantalla de cine: ven la realidad como una ficción.
Mientras tanto, la familia pobre desciende por la ciudad, y la lluvia se transforma en un lodasal, en un río con fuerza que arrasa con todo. Descubren su casa inundada, devastada, las pertenencias flotan como cadaveres.
La lluvia es milagro y castigo. Es Hapi, el dios andrógino egipcio, que era visto como proveedor de fertilidad con los pechos grandes y el vientre abultado, y es Dios desatando el Diluvio Universal.
Ascender de clase social no es seguirle el juego a un sistema capitalista perverso, sino escapar de la brutalidad ciega de la naturaleza. Ser rico es convencerse de que tenemos dominio sobre este mundo en el que vivimos, aunque la humanidad solo vaya a durar un pestañeo.


En las sagas vikingas, se menciona el uso de una piedra mágica que hacía las veces de brújula, y que les permitía navegar el océano y descubrir tierras. Así habrían llegado a Groenlandia y a América. El secreto de la piedra era que brillaba cuando la tocaba un rayo de luz. En este mito, como en tantos otros, podemos entrever una relación precisa entre las rocas y la magia. El dedo de luz como un rayo de sabiduría divina. Guía al héroe en su viaje épico.


En esta escena, durante el diluvio, la piedra —regalo de su amigo Min, simbolizando la buenaventura económica— flota hacia Kim-woo. Es el único momento fantástico de la película. Más adelante, en el epílogo, vemos que la roca se hunde en el río, probando al espectador que lo sucedido en la inundación fue un momento de realismo mágico.
La piedra es amuleto, talismán. Los egipcios tallaban las rocas transformándolas en objetos apotropaicos. El ojo de Horus. La piedra es núcleo de poder esotérico. Están marcadas por el paso del tiempo, los minerales son un registro con el que medimos la eternidad.
La piedra, además, es el peso que arrastra Sísifo. 
Kim-woo le asegura su padre que la piedra está agarrada a él y no al revés. No podría ser de otra manera. El anhelo de avanzar en los escalafones sociales se cristaliza en la culpa de no lograrlo.
En el clímax, el ya desquiciado parásito del búnker le aplasta la cabeza a Kim-woo con la piedra. Es un final irónico al que todos nos dirigimos: lo que deseamos se vuelve una condena. El deseo es parásito.



Improvisan una fiesta de cumpleaños a Da-Song. La temática es indios americanos. Alrededor de la tienda del cacique, se disponen las mesas, en forma de ala. Hay un banquete, música clásica, una soprano. Los nenes pululan por el jardín en sus ropas cómodas pero elegantes. Una nena lleva un vestido floreado. El jardín es de un verde alucinado. El sol parece que bosteza. La escena es una pintura renacentista típica: un banquete dionisio.
Para el momento de la torta, dramatizan la novela familiar, el edipo: Jessica lleva la torta, el padre de la familia rica y el padre de la familia pobre son los caciques de otra tribu que quieran raptar a la virgen, y Da-Song debe defender a su amada. Los invitados prestan atención, en silencio.
Pero la venganza del parásito del búnker entra en acción. La escena toma un tono shakespireano que es común en el cine surcoreano —Oldboy, Mother, The Handmaiden—. Un chorro de sangre empapa unas rodajas suaves de pan. Es una imagen erótica. Funciona como catarsis. La pincelada que arruina la pintura. El Edén corrompido
El padre de la familia pobre asesina en medio del caos al padre de la familia rica. A diferencia de los demás análisis, yo sostengo que el personaje de Ki-taek siempre demostró una actitud sórdida, incivilizada, una tormenta que en cualquier momento desborda. La erupción del conflicto facilitó la concreción del homicidio, que ya rondaba en su cabeza, como una fantasía quizá.

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Para que algo  se cree, algo tiene que destruirse. Este mecanismo de la naturaleza, ley universal, es de lo que queremos escapar al crear pactos sociales. El orden social que hoy nos oprime nos protege de esa compulsión a perpetuar nosotros mismos esa ley. Nacimos del vientre de la naturaleza, y, por más convenciones morales que dictemos, somos animales de deseo. Escalamos una montaña de huesos.
Parasite nos presenta la paradoja de construir una cárcel para protegernos del exterior, pero incluso así nunca vamos a estar protegidos de nosotros mismos.

lunes, 25 de noviembre de 2019

El objeto espiritual: un ensayo sobre el estado del arte.


















Contemplar es un acto de unión con el presente. Contemplar requiere de silencio, de espera a las respuestas configuradas en el objeto contemplado. El esfuerzo que presenta el acto de callar parece inhumano hoy en día, que vivimos para decir, para mostrar, para navegar en un buscador y que en milésimas de segundos nos aparezcan 20.000 resultados correspondientes a la pregunta que tipeamos. Si de algo no morimos actualmente, es de espera.

El avance las inteligencias artificiales, del algoritmo publicitario, y el nihilismo que tiñe la contemporaneidad han arrasado con la experiencia de la contemplación. Es una guerra con dos frentes: por un lado, los museos fueron coaptados por el arte conceptual que desencarnó la experiencia artística de la obra; por otro lado, como una sublimación colectiva, el diseño industrial y el diseño web florecieron, y los tutoriales de maquillaje surgen de a cientos diariamente: la experiencia estética se trasladó a la verborragia del trending topic, al placentero Iphone 11, que en dos meses será desechable.

Una galería del Mayfair expone un cenicero con colillas sobre un pedestal, obra de Damian Hirsch. Los espectadores rodean la obra con las cámaras listas para ser accionadas. Algunos elaboran complejas teorías de lo que la obra significa. Otros directamente leen la explicación adosada a la pared, a un lado del cenicero. Ninguno de ellos contempla. La experiencia con la obra está vacía de sentido, por lo tanto necesitan llenarla de ruido: flashes, lecturas, rumiaciones. Al contrario de lo que sostienen los que defienden las instalaciones ready-made, ni la arquitectura sobria e imponente del museo, ni el discurso posmoderno que explica la obra, ni el renombre del autor, ni el precio en seis cifras alcanza para contrarrestar la falta de experiencia estética. Después de que se fueran todos los espectadores y de que el museo cerrara sus puertas al público, un empleado de limpieza confunde la obra con basura y la desecha; o, mas bien, reconoce la obra como basura y la desecha.

A su vez, en Instagram, se expande la fotografía digital, cada vez con mayor profesionalidad y creatividad. Figuras como Rihanna o Kylie Jenner se convierten en Venus de Milo 2.0. Los videojuegos son las grandes narraciones del siglo XXI, y el cine se transformó en un espectáculo de CGI hiperrealista. La estética florece en estos medios, pero ninguno de ellos es capaz de darle espacio a la contemplación. Instagram se renueva constantemente, las fotografías se acumulan una detrás de otras, un rollo irrefrenable. Los videojuegos requieren de la acción, de avanzar, de competir. 

Así es que los espacios de contemplación como los museos están rebasados de obras repetitivas, ascéticas al pensamiento original, y las nuevas plataformas solo fomentan la interacción: un like más. ¿Qué es esto sino una reacción fóbica al acto silencioso de contemplar?

Sin la capacidad de contemplar somos sujetos-huecos incapaces de pensarnos a nosotros mismos. El arte, que se diferenciaba de la artesanía por su singularidad, y de la tecnología por su objetivo no-utilitario, se volvió un mercenario más del capitalismo. Minujin y Kusama venden sus diseños insoportables de arte-pop en cuadernillos, tazas, papel tapiz y otros objetos sin valor. Le arrancaron el alma al objeto, que ahora es una pieza de decoración más, que no busca la concentración de la mirada, la tensión, sino la ceguera, el equilibrio de los sentidos. Y nosotros, que miramos diariamente ese abismo, perdemos poco a poco la capacidad de reconocer el alma, ahí escondida donde sea que esté.




martes, 27 de agosto de 2019

Dios-planta: un ensayo sobre la ansiedad.


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Si tuviéramos que caracterizar a la contemporaneidad, al presente inmediato, diríamos que ocurre en dos planos: el físico y el virtual. El primero, específico del espacio, de la gravedad y el cuerpo, cuyo peso cargamos como Sísifo acarrea la roca; el segundo, de la inmaterialidad, el de la carencia de las imposibilidades y la homogeneización. A diario abandonamos la primer realidad para instalarnos en la segunda, dejamos el cuerpo al cuidado de una silla ergonómica y nuestros ojos se funden en la pantalla, que pasa a ser una forma omnisciente de visión a la que extrañamos cuando estamos de vuelta en la carne.
La Era de la Información paulatinamente fue adocenando las capacidades cognitivas más elementales como la atención y la memoria; el individuo ya desconoce los méritos de una dieta sensorial balanceada y consume bulímicamente a través del binge-watching, por medio de los algoritmos que adivinan nuestro propio deseo y lo vuelven perverso, inagotable —«Si te gustó esto, comprá esto otro»—. Esta voracidad transforma los cerebros en órganos incapaces de mantenerse fuera de la virtualidad, de enfrentarse al crudo de la materialidad, donde el deseo no es inmediato.
Por otra parte, bajo las nociones de la vida plena, la eficacia se transformó en el valor ulterior. La libertad que se promueve ahora es una libertad que debe ser eficaz. Nos enseñan a vivir mejor, a vivir más, a motivarnos, a contar las calorías y tomar tantos litros de agua por día. Cada una de las ciencias de la conducta y las neurociencias justifican las elecciones que hemos de tomar: veinte minutos de meditación diaria para reemplazar dos horas de siesta; una mascota para reducir el nivel de estrés. En el paradigma de lo cuantificable, ¿quién se podría oponer a lo estrictamente correcto? Aun así somos incapaces de recordar la extensa receta médica que seguimos a diario; pero eso no es un problema: la alarma del celular lo anuncia. Procedemos entonces a tomar las vitaminas, hacer los estiramientos; curamos el cuerpo y nos vaciamos luego en internet.
Desde su origen la humanidad ha proyectado en la naturaleza sus más grandes miedos, todos sus esfuerzos fueron para domeñarla y obtener algo a favor. Se constituyeron sistemas gregarios de defensa y producción de alimentos, y con el tiempo el éxito de su conquista llevo al ser humano, siguiendo a William Blake,  a criar pestilencia: el deseo pérfido de consumir en sí mismo es una perversión, el inescapable espiral al que estamos sometidos. La naturaleza pasó de ser la mayor fuente de miedos a una molestia, la maleza que crece en la grieta de cemento. En nuestra compulsión de escape, creamos la segunda realidad, en la que somos livianos, anónimos y eternos.
Pero los grandes pensadores, los verdaderos iluminados, cuyos cerebros no estaban infectados de publicidad, dirigían su mirada a la naturaleza. El Ermenonville fue el primer jardín europeo creado con intenciones filosóficas. En esos campos de flores y árboles copiosos los filósofos descansaban de la compañía humana y vagaban como también lo hacían en su mente. Como dice Beruete (Verdolatría, 2018): «Pasearse por el jardín ya no significa únicamente estirar las piernas y oxigenar los pulmones sino también observar y actuar, interrogarse a uno mismo y entablar un diálogo con el paisaje». Este estado de atención relajada que solo proporciona el contacto con la naturaleza, de observación y curiosidad, de oyente,  ha constituido el terreno fértil del pensamiento original. En la calma uno mimetiza el cuerpo a la planta, lo vegetaliza, y solo se es, uno está, no escapa.
Hoy se apropia la psicología de una de las prácticas cardinales de muchas culturas orientales: el mindfulness. Habitar el presente en tiempos de futuro es una tarea ardua. Y si nos recetan la meditación es con un fin: relajar y funcionar mejor en el trabajo o en la casa, no enojarse tanto o bajar la ansiedad que me da el tráfico.
Pero la meditación es un fin en sí mismo. No pensar es la verdadera revolución, es salirse del espiral. No producir. Ser vegetal es la contraeducación a la comunicación instantánea y el modelo de producción fordista en el que somos un engranaje. Ir en contra del hipervínculo y el algoritmo de las ofertas es no desear. Remar contracorriente de las memorias que se acortan. Ser el árbol en cuyo tronco los anillos registran la historia completa. El sufrimiento que nos produce el miedo al sufrimiento va a desaparecer. En cuanto volvamos la mirada a la naturaleza vamos a encontrar a Dios, que no promete nada, solo la posibilidad de existir.

miércoles, 19 de junio de 2019

Sueño.



El 23 de mayo del año pasado, mi hermana Mirna fue asaltada por un grupo de hombres al volver del trabajo. Estuvo un mes en el hospital, primero recuperándose de un pulmón perforado y de los hematomas en la parte baja de la espalda que la mantenían postrada a la cama; después, de una neumonía que se contagió de su compañera de cuarto; y por último, de las pesadillas que no la dejaban dormir.
—Si de algo muero, va a ser de sueño —me explicó Mirna, conversando por teléfono.
—Nadie muere de sueño —le contesté, mirando absorto el modo mecánico en que mi mujer colgaba la ropa en la terraza, doblando cada prenda en la soga y sujetándola no con dos sino tres pinzas. Mirna respiraba pausadamente del otro lado de la línea. Antes de que alguno de los dos hablara, se me ocurrió que tal vez sí había gente que se moría de sueño, pero que debía de ser muy extraño —. ¿Las enfermeras te están ayudando con eso?
Mirna suspiró y a través del teléfono se sintió como si me llegara su bocanada de aire.
—Ya no quieren inyectarme. Las pastillas me dejan aturdida pero nada más. El problema no es que no pueda dormir sino que sueño la misma pesadilla todas las noches —Algo en su voz delataba cansancio, como si hubiera tenido que explicar lo de la pesadilla más de una vez.
«Probablemente deba ir a verla», pensé entonces. Fue una declaración que, a pesar de no haberla dicho en voz alta, en mi mente tomó cariz de irrevocable. Si hasta entonces no había ido a visitarla, fue porque mi esposa y yo nos habíamos reconciliado poco antes  y no quería que estuviese separada de mí tanto tiempo. Temía que, una vez de visita en lo de mi hermana, mi esposa tuviera la distancia suficiente para replantearse nuestro matrimonio, aunque en todo ese tiempo no me había dado indicios de pensar algo semejante, y, por lo contrario, demostraba más cariño que antes.
—¿Creés que deba ir? —pregunté.
—No hace falta, estoy bien —contestó Mirna y se apuró en cortar.
—Quiero ir. Dame la dirección del hospital —la interrumpí con una confianza en mi voz que me tomó por sorpresa.
—¡No! —protestó —. Tu mujer te necesita.
—Para visitarte necesito la dirección —repliqué sin escucharla, un poco irritado. Al fin estaba convencido y ahora ella se oponía. Pero en su lugar, creo que tampoco hubiera querido recibir a nadie, ni siquiera a las enfermeras. Imaginarlo hizo que me sintiera triste y apagado, como si por accidente hubiera caído en un pozo —. De verdad quiero verte. Además, tengo unos días libres y siempre quise probar comida de hospital —reí.
Mirna suspiró y colgó con un golpe.
Pero no importaba que ella no quisiera, estaba convencido. Iría a verla.
Sin embargo, mi esposa tampoco estuvo de acuerdo, la había subestimado.
«No es el momento», me dijo con un tono sereno mientras recortaba los hilos sobrantes de un vestido que se estaba haciendo. Yo me quedé en silencio mirando cómo trabajaba con la máquina. Cierta vez me había enseñado a coser parches en pantalones con esa misma máquina, y aunque me había felicitado por lo prolijo que había quedado el parche, poco después, una tarde en la que estaba solo en casa, saqué la máquina e intenté replicarlo pero no tuve éxito. «¡Imbécil!», me gritó, en uno de sus ataques de ira. «Inútil como las mujeres de tu familia».
Esa noche tuvimos una fiesta. Mi esposa usó el vestido que se había hecho con uno anterior, desgastado, de su hermana, y yo me emborraché.
—Estoy borracho —dije en voz alta, y algunas personas se dieron vuelta y me observaron con sonrisas entre amistosas y compasivas. Mi mujer hizo como si no hubiera oído nada, y una de sus amigas la alejó de mí. Al rato regresó y me miró desconcertada. Me había volcado vino sobre la camisa blanca, y hasta que ella no me miró de esa manera, no lo había notado —. No tenemos más camisas blancas —agregué.
No sé por qué usaba el plural cuando se trataba de una pertenencia mía, como una maldición hecha realidad desde el día en que firmé los votos matrimoniales. «Lo mío es tuyo. Lo tuyo es mío».
—Mi hermana se llama Mirna. Hace poco la violaron y no sé quiénes fueron. —Había agarrado a un hombre por el brazo y le estaba sacando conversación, pero alguien nos separó y ya no volví a verlo.
—Se lo contaste con lujo de detalles —me aseguró molesta mi esposa a la mañana siguiente, mientras metía mi ropa en un bolso de mano. Ya había dejado de llorar, pero parecía más triste y avergonzada que antes —. Hasta acá llegamos —sentenció, y aunque me pareció una frase cursi, no se lo dije.
Me sentí poseído por una fuerza maligna que me hacía decir y hacer cosas que solo resultaban en desgracia. A pesar de que sabía que ella no quería tener sexo, un rato después de que terminó con el bolso, la abracé torpemente por la espalda y casi nos caemos adentro del ropero. Accedió a hacerlo cuando la besé en el cuello, y comenzó a tocarme,  pero en cuanto acabamos y separamos un cuerpo del otro, ella se vistió y salió de la casa sin mediar palabra.
No hacía falta que me lo dijera: tenía que irme.
Nuestra relación nunca había sido buena, y eso se debía a que alguno de los dos no podía tener hijos. Quizá por temor o por solidaridad al otro, preferimos dejarlo estar en la duda. Uno de los dos era estéril. Posiblemente ella, aunque también podía ser yo, a pesar de que los hombres de mi familia habían sido todos fértiles.
«Cuando cada uno forme su pareja, lo sabremos. Uno de los dos va a tener un hijo y el otro no», pensaba. Aquella fantasía proposicional me daba cierto placer, una especie adrenalina de apuesta.
—Pueden adoptar —me decía Mirna —. No tienen por qué separarse. A lo mejor los dos son estériles y la desgracia los persigue a ambos.
No había malicia en su voz.
—¡Imposible! —exclamaba yo —. ¡Imposible!
Ella se reía. Cómo extrañaba su risa.
Una noche después de mi separación definitiva, llamé a la casa de Mirna desde un teléfono público pensando encontrar a Darío, su novio, pero, para mi sorpresa, ella fue la que atendió.
—Mirna… quiero verte —exclamé sin darle vueltas al asunto. Unas prostitutas me miraban preocupadas al otro lado de la calle. Una de ellas me sacó una foto con un celular y frunció el ceño viendo la pantalla —. Mirna, creo que estoy empezando a ver cosas.
¿Estás borracho otra vez?  —preguntó con un hilo de voz.
—No estoy borracho —mentí —. ¿Estás sola? Ya mismo voy para allá. ¡Mirna! ¡Contestá! Mi mujer me dejó. Esta vez es para siempre.
Oí un llanto apagado, como si tapara el auricular con una mano.
—¿Estás mejor? ¿Qué hacés en casa, despierta a esta hora?
Apoyé la frente en el vidrio fresco de la cabina y observé como las prostitutas compartían un cigarrillo, mientras oía menguar el llanto de mi hermana.
—Las pesadillas. No me dejan en paz —dijo de pronto.
La prostituta rubia me hizo fuck you con el dedo y se marcharon. Al principio pensé que venían en mi dirección, pero luego parpadeé fuerte y vi que giraban a la derecha y seguían su camino.
—Puedo ir ya mismo… cuelgo y aparezco en la puerta —dije. Las palabras brotaban de mí sin control —. Voy a ir y vamos a pasar la noche despiertos. Podemos hacer como cuando éramos chicos. ¿Te acordás? Hacíamos fogatas cerca del bosque. Puedo ir ya mism…
El tono de fuera de línea me interrumpió. Se había acabado el crédito.
Desde que mi esposa me había dejado definitivamente, estaba viviendo noche a noche en una pensión de prostitutas. Tenía el dinero para pagar algo mejor, tal vez un departamento compartido, pero había dejado el trabajo en la editorial y no estaba buscando uno nuevo, así que escatimaba en todo lo que podía. Si el bullicio y la clandestinidad del lugar acababan cansándome, tenía un manuscrito por el que me ofrecieron  un pago grande en dólares. Pero no me apuraba a traducirlo. Cuando necesitara el dinero, lo haría. Hasta entonces no pensaba ni siquiera en leer el dossier.
Dejé el auricular colgando y salí. Caminé por una calle oscura pensando vagamente en Mirna. Estar borracho me hacía sentir como si mis pensamientos fueran pesados. El rostro de Mirna era el más pesado de todos. Solo con tratar de invocar sus gestos, me sentía fatigado y tenía que detenerme.
Hombres y mujeres salían de la oscuridad como atravesando un telón grueso. Un chico joven se detuvo a hablarme, pero no conseguí seguir el hilo de la conversación y seguí caminando con torpeza, intentando enfocarme en los rostros que flotaban ininterrumpidamente.
Las pesadillas… —dijo Mirna desde algún lado en la oscuridad, pero era una Mirna diferente, que no había oído en mucho tiempo.
Mirna, frente a una pequeña fogata de broza, abrazada a las piernas, el mentón apoyado en las rodillas, mirando entredormida la danza de los insectos que se arrojaban a las llamas.
…no me dejan dormir.
—Estoy llegando —dije sin saber a dónde —. Llego enseguida.
En algún momento tropecé con un perro callejero y me mordió sin saña, solo para advertirme.
Las pesadillas me alejan… —siguió la voz, un poco más adulta.
 Mirna en mis brazos, mientras los dos entrábamos al agua fresca del río. «Ahora, soltate y patalea, ¡así!, como un perrito».
—En un momento, estoy llegando…
Mirna, hundida en la butaca de la peluquería, apretando los ojos mientras la tijera pasaba por su flequillo.
—¿Me escuchás? En un segundo…
Mirna vestida con el uniforme de gimnasia, tirada en la alfombra leyendo.
—… estoy llegando…
Mirna semidesnuda en la hierba, un hombre de cien kilos sentado encima de ella. Otro hombre pateándole la cabeza como si esta fuera a salir rodando. Cinco hombres orinándola, violándola con sus manos y haciéndole tragar los escupitajos.
—… estoy a punto de llegar, ¡resistí!
Durante un tiempo incierto, continué con mi peregrinaje por calles oscuras y terminé en una estación de servicio. Las imágenes se superponían unas a otras. Me metí en el baño y vomité directo en los azulejos. Unas chicas se enojaron y me golpearon hasta que estuve en la calle de vuelta. El perro que me había mordido, me perseguía moviendo la cola, feliz.
La información se arremolinaba en mi mente hasta que en algún punto de la madrugada perdí el conocimiento.
Al día siguiente, amanecí adolorido en el cuarto de la pensión. Lo primero que hice fue llamar a Mirna. Me atendió con su voz suave de siempre, sin embargo, sonaba aún más apagada, como  si me hablara desde adentro de una caja.
—Soñé toda la noche con vos —le dije, aunque no tenía muy claro si había sido un sueño o lo había imaginado despierto.
¿Si? —preguntó, desanimada.
—Sí, íbamos al río y te enseñaba a nadar. —Esperé a que ella dijera algo. Entonces agregué: —. Y pronto, muy pronto, voy a ir a visitarte, es una promesa —agregué.
No hace falta…
—Aunque no haga falta —la interrumpí —. Te lo prometo.
Pero tampoco cumplí con mi palabra esa vez.
En cambio, pasé lo que quedaba del invierno encerrado largas horas en el sucio cuarto de la pensión intentando traducir el manuscrito, pero no lograba concentrarme y terminaba bajando a tomar algo al bar. Cada vez me costaba menos emborracharme, y solía dormirme pensando: «A lo mejor me siento solo y extraño mucho a mi familia: a mi hermana, a mi mujer, a mi madre… por eso es que me emborracho» y el sueño me consumía en aquellos pensamientos fútiles.
El invierno pasó sin que tuviera mucho contacto con Mirna. Me llamó una tarde. O eso creo yo. Nadie hablaba del otro lado. Se oía una respiración grave que llenaba de ruido la línea. Y yo corté.
La última llamada que le hice a Mirna fue una semana antes que la encontraran ahorcada en el pequeño departamento que le alquilaba su ex novio. Su voz se debilitaba con el pasar del tiempo. Empezaba a hablar de cosas sin sentido, pero yo la escuchaba en silencio, con suma atención
Nunca se van —susurró —. Las pesadillas vienen a verme cada noche. Son como un cielo de muchas lunas en una noche frágil. No va a soportarlo. Todas las noches son frágiles, todos los cielos son de lunas. Y brillan fuerte, no me dejan dormir.
—¿Lunas? ¿Son muchas?
Cientos. Miles. Hay una para cada uno. Y nos miran, nos vigilan, nos alumbran.
—¿Cómo es tu luna? —. De alguna manera, la conversación estaba cobrando sentido en mi cuerpo, que se tensaba y enfriaba a medida que hablábamos.
No lo sé… Son cientos. Miles. Millones de ojos en la piel que tengo que cerrar de uno en uno, pero se siguen abriendo
—¿Ojos? ¿Duelen?
No. Solo observan. Y nos ven dormir…
Luego su respiración se acompasó y la oí dormir un rato, hasta que se acabó el crédito de la pensión y dio el tono de fuera de línea.
Mirna se suicidó poco después. Darío llamó a mi casa para avisarme, pero como yo ya no vivía ahí y mi esposa desconocía mi paradero, tardaron un día en decírmelo.
Hicieron un modesto velorio en su nombre. Decoraron el salón con alelíes blancos, aunque nunca supe por qué la elección de aquella flor. Había fotos de su rostro sereno a donde miraras, pero en todas ellas Mirna parecía triste.
Vi a mi esposa entre la gente. Hacia el final de la reunión, me abrazó por la espalda y estuvimos un momento en silencio.
—Lo siento —murmuró.
—Yo también. No se merecía lo que le hicieron —dije —. No mi hermana.
—Nadie se merecería algo así. De verdad, lo siento —contestó ella.
El salón había quedado vacío después de unas horas. Los rostros de Mirna me observaban en conjunto. Un leve aroma floral se había levantado en el aire con el calor. «Espero te haya gustado la despedida», pensé. Arranqué delicadamente una de las flores y salí al pleno día primaveral.
El cielo era cristalino y soplaba un viento cálido. Las mujeres pasaban a mi lado con sus trajes de oficina. Una de ellas me sonrió. Estuve un momento buscando a Mirna entre esas mujeres, pero después me di por vencido. Imaginé que unos hombres salidos de la nada tomaban a una de ellas y la golpeaban como a un saco de boxeo. Lo imaginé mientras esperaba en una esquina a que parara un taxi.
—¿Por qué llorás?  —me preguntó una nena. Se había acercado y me había agarrado de la manga. Tenía el corte de cabello que se solía hacer mi hermana, el flequillo recto encima de las cejas, y una cola de caballo que le dejaba la nuca pelada al aire.
—Estoy triste —dije secándome la cara.
—¿Por qué estás triste? —siguió preguntando desde abajo.
—Porque estoy solo —respondí.
—¿Y por qué estás solo?
Antes de que pudiera contestar, una mujer mayor se acercó furiosa, la agarró de los hombros y se la llevó consigo. La nena me llamó y se volteó a saludarme con una mano. Cuando quise imitar el gesto, la flor de alelí salió despedida de mi mano, voló en remolinos, ascendió y después se perdió en el azul profundo del cielo.