lunes, 25 de noviembre de 2019

El objeto espiritual: un ensayo sobre el estado del arte.


















Contemplar es un acto de unión con el presente. Contemplar requiere de silencio, de espera a las respuestas configuradas en el objeto contemplado. El esfuerzo que presenta el acto de callar parece inhumano hoy en día, que vivimos para decir, para mostrar, para navegar en un buscador y que en milésimas de segundos nos aparezcan 20.000 resultados correspondientes a la pregunta que tipeamos. Si de algo no morimos actualmente, es de espera.

El avance las inteligencias artificiales, del algoritmo publicitario, y el nihilismo que tiñe la contemporaneidad han arrasado con la experiencia de la contemplación. Es una guerra con dos frentes: por un lado, los museos fueron coaptados por el arte conceptual que desencarnó la experiencia artística de la obra; por otro lado, como una sublimación colectiva, el diseño industrial y el diseño web florecieron, y los tutoriales de maquillaje surgen de a cientos diariamente: la experiencia estética se trasladó a la verborragia del trending topic, al placentero Iphone 11, que en dos meses será desechable.

Una galería del Mayfair expone un cenicero con colillas sobre un pedestal, obra de Damian Hirsch. Los espectadores rodean la obra con las cámaras listas para ser accionadas. Algunos elaboran complejas teorías de lo que la obra significa. Otros directamente leen la explicación adosada a la pared, a un lado del cenicero. Ninguno de ellos contempla. La experiencia con la obra está vacía de sentido, por lo tanto necesitan llenarla de ruido: flashes, lecturas, rumiaciones. Al contrario de lo que sostienen los que defienden las instalaciones ready-made, ni la arquitectura sobria e imponente del museo, ni el discurso posmoderno que explica la obra, ni el renombre del autor, ni el precio en seis cifras alcanza para contrarrestar la falta de experiencia estética. Después de que se fueran todos los espectadores y de que el museo cerrara sus puertas al público, un empleado de limpieza confunde la obra con basura y la desecha; o, mas bien, reconoce la obra como basura y la desecha.

A su vez, en Instagram, se expande la fotografía digital, cada vez con mayor profesionalidad y creatividad. Figuras como Rihanna o Kylie Jenner se convierten en Venus de Milo 2.0. Los videojuegos son las grandes narraciones del siglo XXI, y el cine se transformó en un espectáculo de CGI hiperrealista. La estética florece en estos medios, pero ninguno de ellos es capaz de darle espacio a la contemplación. Instagram se renueva constantemente, las fotografías se acumulan una detrás de otras, un rollo irrefrenable. Los videojuegos requieren de la acción, de avanzar, de competir. 

Así es que los espacios de contemplación como los museos están rebasados de obras repetitivas, ascéticas al pensamiento original, y las nuevas plataformas solo fomentan la interacción: un like más. ¿Qué es esto sino una reacción fóbica al acto silencioso de contemplar?

Sin la capacidad de contemplar somos sujetos-huecos incapaces de pensarnos a nosotros mismos. El arte, que se diferenciaba de la artesanía por su singularidad, y de la tecnología por su objetivo no-utilitario, se volvió un mercenario más del capitalismo. Minujin y Kusama venden sus diseños insoportables de arte-pop en cuadernillos, tazas, papel tapiz y otros objetos sin valor. Le arrancaron el alma al objeto, que ahora es una pieza de decoración más, que no busca la concentración de la mirada, la tensión, sino la ceguera, el equilibrio de los sentidos. Y nosotros, que miramos diariamente ese abismo, perdemos poco a poco la capacidad de reconocer el alma, ahí escondida donde sea que esté.