jueves, 13 de diciembre de 2018

La grulla y el jilguero.





Celeste era diez años menor que yo y mucho más talentosa. Nos vimos la primera vez en el supermercado, y después de unos cuántos encuentros casuales, entablamos una conversación. Resultó que ambas nos dedicábamos a la pastelería, aunque mi especialidad era el pastel de bodas y únicamente trabajaba a pedido.
—Siempre se necesitan unas manos de más —me dijo con una sonrisa delicada.
—¿De verdad? —preguntó la versión más calmada de mí misma que pude encontrar —. ¿De verdad?
Estaba cansada de trabajar sola, de no ver ninguna cara en todo el día excepto la del chico lleno de granos que hacía los repartos, con el que intercambiaba un saludo cordial y no mucho más.
Un día, mientras me duchaba, oí la voz de mi esposo muerto. «¿Mariiii?», dijo la voz, como cuando él me llamaba porque sonaba el teléfono y estaba ocupado o porque no encontraba una corbata o un par de medias que combinaba con lo que llevaba puesto.
—¿Qué pasa? —pregunté y me quedé en silencio esperando una respuesta mientras el agua caliente me lavaba la cabeza y el cuerpo.
Ese fue mi límite, mi punto más bajo.
Desde entonces salí más, conocí a Celeste y terminé trabajando para ella. Sucedió de pronto, una cosa detrás de la otra, como una fila de fichas de dominó derrumbándose. Nuestra amistad creció rápidamente, incluso a mí me sorprendió. En la pastelería, siempre se acercaba con la cuchara de madera humeando para que probara las pastas y salsas que había preparado. «Níscaro y limón. Qué curioso», respondía. Intentaba ser lo más honesta posible.
Me invitó a su departamento una noche, una semana después de empezar con el trabajo —me había encargado las decoraciones de azúcar y pasta, además del uso de las mangas—, con el motivo de enseñarme una receta que quería sumar al negocio.  Cuando llegué esa noche, ya había empezado con la preparación del relleno, que no era más que calabaza dulce hervida en azúcar rosa. El pequeño departamento ardía del calor del horno. Celeste me sirvió una copa de vino y rellenó la suya. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos le sonreían a pesar de que no dijéramos nada.
—¿Por qué siempre estás tan linda? —pregunté, y de inmediato perdí la razón de por qué lo hice. Me mordí el interior de las mejillas. Estaba avergonzada y no sabía el motivo. Celeste era una mujer bonita y no tenía nada de malo que una mujer mayor que ella se lo haga saber. Me reí distraída, pero entonces me di cuenta que ella se había sonrojado y había abierto el horno y retirado unos bizcochos húmedos en los que ahora trabajaba enfrascada —. Creo que el relleno va a necesitar un poco más —agregué para cambiar de tema.
Cuando la torta de calabaza estuvo en la heladera, abrimos las ventanas y nos sentamos sudadas a la mesa. Entre las dos nos habíamos acabado la botella. Parecía que el alcohol, en vez de desinhibirla, la volvía más silenciosa y contemplativa. En cambio a mí, el alcohol me había vuelto una máquina de contar intimidades. Entre otras cosas, le había confesado que mi esposo había muerto de un infarto hacía un año y que había oído su voz llamándome días atrás.
—¡Qué triste! —exclamó, y en su voz solo había sinceridad.
—Qué triste… —repetí, pensativa.
 —No creo que haya sido él.
—Ni yo —zanjé.
Esperamos en silencio, afectadas levemente por el alcohol. Abajo pasaban los autos, pero se oían tan cerca que sentí que podía tocarlos estirando un brazo. Celeste abrió la heladera cada cinco minutos hasta que por fin decidió que la torta estaba lista y, allí mismo, la cortó y trajo una porción finita sobre el perfil del cuchillo. Comimos arrancando trozos con los dedos. El tiempo pasaba lento cuando la veía hundir sus uñas rojas en la masa esponjosa, y después, cuando los dedos entraban en la boca. Ambas nos reímos. La calabaza estaba buena, pero demasiado dulce, aunque solo le dije que me gustaba.  Al terminar la torta, nos miramos y Celeste pareció haber recuperado el semblante.
—Mañana voy a intentar replicarla —le dije más tarde, ayudándola a fregar y secar los moldes.
Respondió con un sencillo «Gracias» y sonrió sin mirarme. Me despidió en la puerta y no entró hasta que bajé las escaleras a la calle. En la vuelta, tomé un atajo que cruzaba perpendicularmente una fila de patios pequeños. Vi a una mujer tendiendo las sábanas y me pregunté qué la llevaba a estar haciendo la colada a esa hora de la noche. Se me ocurrió que su hijo se pudo haber hecho pis y ella había sacado las sábanas para que su marido no sintiera el olor. Me había imaginado la escena mientras volvía a casa, y en cuanto llegué me embargo un sentimiento fatalista de soledad.
Volví a pensar en Celeste mientras me cambiaba de ropa, y después cuando intentaba conciliar el sueño. Repasé mentalmente nuestra conversación. No podía detener el flujo de pensamientos a pesar de que el alcohol y el aire frío de la noche me habían adormilado. «¡Qué triste!», decía la voz de Celeste en la oscuridad de mi cuarto.
Tal vez por lástima a verme tan sola, ella me invitó a su departamento a menudo. Resultó que no solo era una excelente pastelera, sino también una cocinera estupenda. Entre otras comidas, me preparó pan de carne, curry de tofu con batatas, estofado de cordero, amorellis de zanahoria, corvina con salsa romesco y espárragos, sopa zoni y bisque de langostinos.
Yo la veía fascinada luchar con varias sartenes a la vez. Las ventanas terminaban empañadas por el vaho del horno, y el aroma de las especias y las vinagretas se me metía debajo de la piel.
—Comé bien —me decía cada vez que dejaba un plato en la mesa.
Celeste se refería a mí como «la comensal preferida». Durante las comidas  hablaba poco y se limitaba a observarme comer. Respondía amablemente si le hacía una pregunta, pero nunca alargaba el hilo de la conversación. En su mirada no había espera ni regocijo.  Celeste se transformaba en un jilguero que me miraba con ojos tristes desde una rama alta.
—Está exquisito —le dije una noche, mientras partía una gamba y la mojaba en salsa de soja —. Nunca probé un sabor como este, dulce y picante.
Ella hizo una reverencia tímida y me acercó el plato para que tomara otra. La carne de las gambas se deshacía en mi boca. Entonces tuve un momento de enajenación, como si me viera desde afuera, sentada en la mesa, siendo alimentada como una nena. Me quité aquel pensamiento de la cabeza y entonces volví a pensar en nuestro primer encuentro, en el estacionamiento de un Walmart.
—La primera vez que te vi ibas metida en un impermeable enorme. Vos no me viste a mí. Tenías una bicicleta. ¿Dónde quedó esa bicicleta? —le pregunté.
Celeste iba caminando al trabajo todos los días. No lo había notado hasta ese momento.
—Es de Pedro, mi novio. —Hizo una pausa y a continuación agregó: —. Ya no es mi novio.
Decidí no preguntar al respecto. Celeste parecía tan frágil que temía romperla con una pregunta equivocada. Aun así, había despertado mi curiosidad. Terminé las gambas y luego la ayudé a limpiar la cocina. Volví a casa pensando en cómo sería Pedro. No podía sacármelo de la cabeza. Imaginé un chico de su edad, alto, de manos grandes y suaves, un hombre de una belleza modesta como la suya, introvertido pero amable. Después intenté imaginarme a los dos peleándose, pero no pude. Me pregunté cómo habrían terminado.
Esa noche, me metí en la cama con las luces apagadas. Sin saber cómo llegué hasta ahí, me encontré pensando en Celeste y Pedro —el que yo había creado en mi mente— haciendo el amor. Supuse que era un sexo tierno y metódico. Así era el que tenía con mi esposo. Ninguno de los dos lo disfrutábamos demasiado, y sin embargo, lo hacíamos con regularidad como una demostración de afecto. Era la única manera en la que conseguíamos ser cariñosos el uno con el otro. En cambio, en mi mente, Celeste y Pedro tenían sexo por deseo. No solo se amaban, sino que además querían darse placer. Era una necesidad que incrementaba a medida que lo hacían. Y también incrementaba en mí mientras lo imaginaba acostada en la cama, como si yo fuera parte de la pareja.
De pronto, por segunda vez en la noche, volví a sentirme fuera de mi cuerpo. La imagen de mí misma con una mano dentro del pantalón me sacó de la cama de un salto. «Qué ridícula», pensé. Encendí la luz y me metí en el baño. Me lavé las manos por un largo rato y me senté desnuda en el inodoro. Imaginé el fantasma de mi marido frente a la cama y repetí: «¡Qué ridícula, qué ridícula!». Antes de volver al cuarto, me lavé las manos de nuevo y me observé en el espejo, que solo llegaba hasta la cintura. Estaba excedida de peso, mis axilas habían quedado oscuras de afeitarlas mal y me estaban empezando a salir unas estrías blanquísimas en los pechos. «Esto es porque como demasiado», pensé. «Porque como demasiado y porque me veo poco en el espejo».
Esa noche dormí con la luz prendida, invadida por un repentino temor a que el fantasma de mi esposo apareciera y me atormentara por mis pensamientos inmaduros.
Algo había cambiado en mí esa noche.
Celeste siguió invitándome a cenar, pero rechacé cada una de sus ofertas.
—Está bien —decía, sin más.
En el negocio la veía poco, ella se encargaba de la atención a los clientes y los repartos. La cocina había quedado a cargo de Eric, un chico de diecinueve años con un talento preternatural, y de mí, que seguía haciendo las decoraciones y otras tareas de poco riesgo. Llegué a pensar que solo estaba ahí porque le caía bien a Celeste. Pero no podía dejar que eso me molestara: volver a trabajar sola se me hacía imposible. Con el tiempo, había empezado a dudar de mis habilidades y pensé que tal vez mi sustentabilidad con los pasteles de boda se había debido a que cobraba poco y tenía clientes conformistas. Lo mismo sucedió con los quehaceres de la casa. De un día para el otro, dejé de preocuparme por cómo vivía, y solo hice lo absolutamente necesario, como tener una muda de ropa y el delantal limpio y la comida para ese día en la heladera.
Con más tiempo libre, empecé a salir a caminar a diario. Me ponía mi único conjunto de jogging de algodón y, si hacía mucho frío, una mangas larga debajo. Recuerdo un día verme en el vidrio de un local de electrodomésticos y no reconocerme. Vestida así, parecía un hombre. Pero no me importó; al contrario, sentí un placer diferente al que nunca había sentido jamás. Pensé brevemente en mudarme a otro lado, recomenzar mi vida, incluso llamarme de otra manera, tener una personalidad diferente y un trabajo nuevo. Contemplé la idea sentada en un banco junto a un perro callejero que dormía sin saber que yo estaba ahí, pero decidí que mejor no probaba a la suerte, si yo no era buena en nada.
A pesar de mi temor, decidí renunciar al trabajo una mañana. Fue por medio de una llamada telefónica. «Ah, de acuerdo, se lo comunico», me contestó Eric, sin el menor interés en saber por qué. Colgué y cerré los ojos. La luz entraba por la claraboya justo sobre mí. No sabía lo que iba a hacer, pero no me preocupaba. En la cuenta bancaria tenía el dinero que había cobrado por el seguro de vida de mi esposo. Si lo administraba bien, podía alcanzarme para dos o tres años, tiempo suficiente para tomar una decisión respecto a mi futuro.
Durante unos meses, recolecté folletos de diferentes destinos turísticos, y a veces, cuando estaba aburrida, jugaba a que tenía que elegir el lugar de mis próximas vacaciones, aunque siempre acababa escogiendo Roma. «¿A dónde hubiera ido él?», me preguntaba, pero después recordaba que mi esposo hubiera estado de acuerdo con cualquier opción. Y yo también. Quizás por eso nunca habíamos viajado muy lejos.
Los días pasaban uno tras otro sin distinción. Para romper la monotonía iba al cine, pero como nunca entendía las películas, dejé de ir y preferí quedarme en casa mirando programas de televisión que no me exigieran demasiado.
En mucho tiempo, había logrado mantener a Celeste fuera de mi cabeza. Se había convertido en un fantasma tal y como era mi esposo. Antes de renunciar al trabajo, creí haber escuchado que ella había vuelto con Pedro, pero no estaba segura. A pesar de no saber por qué, me sentí aliviada. «No va a estar más sola», pensé.
Sin embargo, una tarde de invierno en la que nevaba, Celeste apareció en la puerta de mi casa. Tenía el pelo empapado y tiritaba de frío. Se veía diferente, más delgada quizás. Se le notaba en la cara.
—¿Por qué? —preguntó sin antes decir nada.
—¿Por qué? —repetí, confundida y asustada. Nunca había visto tanta determinación en sus ojos —. No te entiendo.
—¿Es que no te gustaba mi comida? —Y agregó: —. ¿Te molestaba estar conmigo?
Mi primera reacción fue reírme, pero al ver que ella se mantenía en silencio, agaché la cabeza. Entonces sentí que debía retroceder y cerrar la puerta, y así lo hice. De lo contrario me hubiera desmayado, o muerto, o algo peor. «¿Por qué? ¿Es que no te gustaba mi comida?», continué escuchando en mi mente. Celeste seguía de pie afuera.
—¡Andate! —grité, repentinamente molesta.
—¡Te necesito!  —gritó ella en respuesta.
—¡No! ¡Es mentira!
—¡No te gustaba mi comida! —exclamó, ahora aseverándolo —. ¡No te gustaba mi comida!
—¡Andate, andate, andate! —grité yo una y otra vez, hasta que ya no pude más.
Entonces hubo silencio de su parte.
Abrí la puerta y ella ya no estaba. No había nadie en la calle. La nieve se acumulaba silenciosamente en todas partes. Las huellas que había dejado en los escalones se aguaban y desaparecían.
—Celeste —dije en voz alta, y lo repetí: —. Celeste, ¿estás ahí?
—¡No! —respondió.
Celeste se escondía detrás de un árbol
—Celeste, entremos, por favor.
Esperé un momento, y como no hubo respuesta, bajé a buscarla. La encontré abrazada a sus rodillas, hecha una bolita, y al verme extendió una mano y algunos copos de nieve se adhirieron en su palma abierta. Celeste daba la impresión de un pájaro caído al que se debía cobijar. Le tomé la mano, la ayudé a levantarse y entramos atravesando la fina brisa de nieve.
—Perdón… —dijo ella en un murmullo, mientras se sacaba las botas y las dejaba sobre la alfombra.
Yo fingí no haberla oído.
—No tengo mucho en la heladera —dije, y comencé a sacudirle la nieve de la cabeza —, pero creo que va a alcanzar para una sopa de brócoli, si es que te gusta.
—¿Sopa de brócoli?
Asentí y se le iluminaron los ojos.
—Está bien —dijo.
—¿Sabías que te pareces a un pájaro cuando me mirás así? —pregunté.
Ella rió.
—¿A cuál pájaro?
—Un jilguero tal vez.
—Pero… no me gustan los jilgueros.
—Este es el más hermoso que haya visto —dije —. Además los jilgueros son bonitos.
Celeste hizo una reverencia tímida y se quedó quieta mientras le sacaba el abrigo y lo colgaba en un perchero.
—También te parecés a un pájaro —dijo de pronto —. Te parecés a una grulla.
—¿De verdad? —pregunté riendo, todavía con el tacto de su piel fría en mis dedos.
—Sí. Una grulla que está a punto de alzar vuelo.
—¿Y adónde va esa grulla?
—Eso no lo sé —dijo y encogió los hombros —. Ni yo ni ella.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Heridas en la carne




Decidí hospedarme en el mismo hotel que habíamos visitado con Nina la última vez que estuvimos juntos de vacaciones. Ella empezaba a hacerse conocida escribiendo libros de cocina vegetariana. Además, había firmado contrato con un canal de cable pequeño cuyo público en general eran madres y mujeres jóvenes.
—Es por la plata. La televisión no me interesa —me dijo Nina en el patio de aquel mismo hotel, unos meses atrás.
Algunos patos se acercaban cautelosamente y los alimentábamos con aceitunas, aunque había un cartel a unos pocos metros que lo prohibía.
—No necesitamos más plata. Estamos bien —respondí entonces.
—¿Sí?
—Estamos bien. No necesitamos más —sentencié.
Pero los llamados de los productores ejecutivos no pararon. Discutían horarios, asistentes, trivialidades como el vestuario y el maquillaje. Nina me sonreía en complicidad y hacía gestos  de estar cansada mientras conversaba con ellos. Yo le seguía la corriente, pero en mi interior se asentaba un sentimiento amargo, de irritación y tal vez de temor.
Las conversaciones se prolongaron con el correr de los días. Nina se pasaba la hora del almuerzo encerrada en el cuarto, y yo a veces le llevaba la comida y la encontraba pegada al teléfono, todavía en su conjunto de piyama amarillo, y entonces le dejaba la bandeja en el piso y me iba sin intercambiar una palabra.
—¿Estás segura de que querés hacerlo? —le pregunté una noche a orillas del lago.
Minutos antes habíamos vagado por un bosquecito de abedules hasta encontrar el camino de entrada al lago. Nina había señalado sorprendida una ardilla que se movía como un flashazo de un árbol a otro, y yo la había abrazado por la espalda y había sentido que no llevaba corpiño. Ella se había reído como una adolescente.
—No es algo que pueda rechazar. Es la única manera de asegurarme que sigan publicando mis libros de cocina.
—Podés escribir sobre otras cosas.
—¿Y mis libros de cocina, qué? —rió.
—Tus libros de cocina los puedo leer yo. —Me eché sobre ella sonriendo.
No sé qué me llevó a repetir el hotel unos meses después de haber terminado con Nina. Tal vez fue un intento por entender cómo había sucedido. Será ese el motivo por el que volví.
El hotel estaba casi vacío en esta segunda visita. Habían anunciado la llegada del monzón en las próximas horas. El recepcionista me esperaba para recibirme, visiblemente ansioso por las circunstancias. Para mi inconveniencia, me dio la llave de la habitación equivocada.
—Oh, disculpe —dijo frunciendo los labios —. Esa habitación está tomada, cierto.
Perder la habitación en la que nos habíamos hospedado Nina y yo, me había desanimado al principio, pero resultó que todos los cuartos de ese piso eran idénticos y eso me reconfortó de alguna manera.
—Entonces deme la habitación contigua, por favor —indiqué con apuro.
Apenas conseguí entrar al cuarto, encendí la televisión.
El programa había comenzado hacía media hora. Me costó descifrar qué estaban preparando, pero entonces apareció anotado debajo: ensalada de pasta con berenjenas fritas y un cake semidulce de zanahoria y almendras —estaban reutilizando la receta del cake de banana, eso no era buena señal para el programa—. Las asistentes iban de un lado para el otro con sus sonrisas plásticas, alcanzándole a Nina los utensilios que pidiera. Tenía que reconocer que en ese mes y medio, Nina había mejorado bastante. Se desenvolvía mejor, incluso se parecía más a la mujer que yo había conocido. «Es preciosa», pensé. Llevaba un delantal rosa pálido y un ridículo sombrero de chef haciendo juego. Tuve el impulso de levantar el teléfono al lado de la cama y llamarla, pero nada había cambiado desde la última vez, y no estaba seguro de poder soportar otro rechazo.
Al terminar el programa, me di una ducha fría para borrarme su imagen de la cabeza y bajé con mi paraguas. Unos cinco estudiantes de inglés tomaban cervezas y leían en voz alta.
—¡No creo que vaya a servirle! —advirtió el recepcionista desde atrás de la barra.
—¿El qué? —pregunté confundido.
—Lo que lleva en las manos.
—Ah, claro.
Lo saludé con la punta del paraguas y salí. Las nubes bajas de tormenta se amontonaban sobre el lago como un ceño fruncido. Caminé a través de una hilera de negocios artesanales cerrados y, cuando por fin hallé la librería, la mujer que atendía me dejó pasar con la condición de que escogiera un libro sin demorarme.
—Mirá, tus benditas enciclopedias de animales —me había señalado Nina en aquella misma librería.
Se había puesto en puntas de pie y había tomado la enciclopedia de aves en tapas duras.
—No sé cómo lo vamos a hacer entrar en la valija, pero te lo compro.
Luego habíamos subido a un bote  y habíamos llevado el libro con nosotros. El juego fue idea suya: si determinábamos la especie de un ave, cortábamos la página, la hacíamos un bollito y la tirábamos al agua. Solo logramos reconocer unos patos africanos, pero nuestro fracaso no nos había desanimado. Después nos habíamos quedado en ropa interior, nos habíamos arrellanado en el bote y habíamos tomado sol mientras el agua nos movía de un lado para el otro.
«Qué torpe fui», pensé mientras la mujer que atendía la librería me cobraba la novela de bolsillo que había elegido. «Perder todo eso… ¿cómo fue que pasó?».
Volví al hotel con el paraguas abierto a pesar de que no cayó una gota. Los estudiantes habían cerrado y apilado los libros y ahora solo tomaban cerveza. Pensé en pedirle al recepcionista que me pidiera un taxi y volver a casa, pero ya había acordado que cuidaran al gato y no tenía excusas para una llegada repentina.
Subí al cuarto y esperé en la cama a que nos alcanzará la lluvia, pero terminé durmiéndome. Me despertó el viento unas horas después. Al parecer el monzón se había retrasado y al final llegó de noche.
En los días siguientes, los huéspedes cenamos todos juntos a la luz de las velas y, cada mañana, el grupo de estudiantes de inglés y una mujer recogieron las tejas desperdigadas por el viento mientras yo los observaba por la ventana. De alguna forma, durante ese fin de semana, no tuve tiempo de leer el libro que había comprado. Me sentía desganado, y sin saber por qué, irritado. ¿Sería porque me estaba perdiendo la repetición de las recetas más solicitadas del programa de Nina? Sí, era eso.
Pedí que me despacharan apenas el taxi se pudo acercar.
La mañana en la que me marchaba, mientras cargaba mi valija en el maletero, vi a un pato malherido y despeinado cruzando el jardín del hotel. «Pobrecito», pensé. Lo perseguí y lo tomé. Graznó un poco, pero no se resistió. Era pequeño, no tanto como para ser un pichón, pero tampoco tan grande como para ser un adulto.
Lo llevé dentro y lo coloqué en la barra del recepcionista. El pato abrió sus alas insospechadamente grandes y se sentó sobre las patas, quieto. El recepcionista lo miró divertido.
—Acá no se permiten animales —explicó con una sonrisa.
—Es un pato africano. Necesita ayuda. Se puede haber cortado con una teja. Está herido, ¿ve? Hay sangre en las plumas.
Le mostré mis manos manchadas y el recepcionista me ofreció un pañuelo de papel.
—Nada de animales, señor —dijo y observó de cerca las heridas.
—Si no lo cura, se van a infectar.
—No puedo hacer nada, señor.
—¿Ni si quiera por el bien del animal?
—Es solo un pato —rió —.  Anoche cenamos pato, usted comió la cena, ¿no?
Lo miré sorprendido.
—Nadie me dijo que la carne era de pato —repliqué.
El recepcionista se disculpó repentinamente apenado, y me ofreció otro pañuelo. No lo tomé.
Terminé de quitarme la sangre con el primer papel y salí con el animal debajo del brazo. Miré a los lados y no encontré a nadie.
Dejé al pato en el suelo, donde lo había encontrado. Entonces me invadió una profunda tristeza que era incapaz de poner en palabras. Sentí pena de mí mismo ante los ojitos negros del pequeño pato. «Perdón», le dije en voz baja. «Perdón».
Después me subí al taxi y, asomado por la ventilla, vi a aquel pato alejarse.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Media tarde.




Fue una buena decisión lo de Tina. Se encontró con su ex en un bar a la altura del puerto, hablaron de su hijo, Ramiro, y él le comentó de ese extraño artículo que leyó en internet. Le dijo que sería una solución a su problema. A Tina le costó entenderlo en un principio, pero terminó accediendo porque, al fin y al cabo, era ella quien llevaría el diamante consigo, y eso era lo único que le importaba.
—¿De qué se trata este asunto del diamante? —le había preguntado yo una y otra vez, a pesar de que me lo había explicado con lujo de detalles a la primera.
Me gustaba escucharla hablar de nuevo con tanta excitación sobre algo. Me lo explicaba con una paciencia encantadora, el proceso de compactación de la ceniza, la llama azul que lo funde, los hierros afilados que le dan forma. Había visto al menos diez videos y leído cada comentario en ellos. Ninguno decía nada malo acerca del servicio, o Tina nunca me contó esa parte.
—La idea fue de David. Dice que apenas lo leyó, me llamó. Se portó muy bien. Parece otro.
Tina se negaba a pensar en David como «su ex», nunca me lo había dicho, pero lo sabía. En su mente era su marido, con el que ya no vivía, pero el que le ayudaba a pagar el alquiler del modesto departamento en el que terminé acompañándola porque «estaba desacostumbrada a estar sola». A veces me daban ganas de pellizcarla fuerte, muy fuerte, para que se despertara de esa ensoñación ridícula en la que aún tenía oportunidad de regresar con David a su anterior vida. Otras veces quería sentarla en mi falda y acariciarle la cabeza mientras lloraba, y no irme de su lado, aunque en realidad Tina nunca lloró, no en mi presencia.
—¿Sí? Me alegra que David esté bien.
Lo que de verdad me alegraba era que se deshiciera de las cenizas de Ramiro. Tina las guardaba en el ropero e incluso viajaba con la caja si el destino al que iba era remoto. Había conseguido pasarla por el aeropuerto una vez, cuando visitó a sus primas en España. Pero se estaba hartando de llevar las cenizas consigo. La caja, tan frágil, de un lado para el otro, exigir que la manejaran con sumo cuidado, las miradas que recibía. Todo el proceso la dejaba exhausta.
Así que arregló un turno por teléfono con la empresa y contamos juntas los días hasta que ese jueves pactado llegó.
En la mañana del jueves, al despertarme, no la encontré a mi lado. La almohada todavía estaba caliente. Oí la ducha y me vestí aprovechando el momento de intimidad en la habitación. Después la esperé en la cocina. Ya se había preparado las tostadas del desayuno, quedaban los bordes del pan sobre la fórmica y  la taza de café sucia en la pileta. Me pregunté extrañada cómo no la escuché antes.
Tina salió del baño unos minutos después, envuelta en una toalla, con la caja de cenizas apretada al cuerpo. No me miró.
Fue juntando con una mano su ropa tirada y volvió a encerrarse, todavía cargando la caja. Cuando salió finalmente vestida, se paró frente a mí y dijo:
—Quiero ir sola.
—Está bien.  Pero ¿por qué? —dije —. ¿Por qué?
Me sentí traicionada, pero me aseguré de ocultarlo.
—Me quiero despedir de él. En lo posible, sola.
No pregunté qué quería decir con «despedirse de él».  Lo había dicho con una calma que nunca había oído en ella y que no me atreví a cuestionar. Le propuse vernos luego, de vuelta en el departamento, y aceptó.
El proceso de transformación de las cenizas en diamante llevó alrededor de dos semanas. Durante esos días, Tina habló poco, casi no me dirigió la palabra excepto para acordar temas de la convivencia. Me sentí obsoleta, ella podía prescindir de mí en cualquier momento. Pensé que yo necesitaba a Tina más de lo que ella a mí. Si llegara a pedirme que me fuera, ¿qué haría? ¿A dónde iría?
Pero antes de que eso ocurriera, sonó el teléfono una mañana. Tina habló nerviosa, enredando y desenredando el cable en sus dedos, de espaldas a mí. «Ya está listo», me informó con la voz endurecida una vez que colgó. Se movió por el departamento buscando su bolso y yo le hice lugar y la miré revolver los sillones. Cuando lo tuvo, se marchó.
Quedamos en vernos en el bar en el que se había encontrado con David. Al parecer, le había gustado. Por mi parte, no tenía hambre a esa hora, poco antes había almorzado sola en un restó de ensaladas rápidas repleto de hombres de negocio. Llevaba esa estúpida pollera marinera y me sentía camuflada entre ellos.
Ya en el bar, tomé una mesa al sol. El día era claro, el cielo era de un azul de dibujos animados. Le pedí al mozo que esperara a que llegue mi amiga para encargar y pasé el rato observando al resto de los comensales mientras escuchaba el ajetreo del puerto subiendo por la calle.
Tina apareció abriéndose el paso entre la gente. Se ubicó en su lugar y, sin mediar palabra, colocó sobre la mesa el estuche abierto.
—Elegí el colgante —dijo con voz suave.
Asentí.
Prefería no tocarlo. Ese colgante era Ramiro.  Tampoco quería pensar en eso. La piedra era verde claro. Pensé que tal vez el color diría algo sobre quién fue él, o sobre su alma, si es que tenemos una. Verde claro parecía un buen color para un alma.
El mozo nos vio, se acercó apresurado y, antes de que entregara los menús, Tina le pidió mariscos fritos y un agua sin gas para las dos. El mozo, que no tenía más de veinte años, tomó el pedido y se retiró. Tina lo siguió con la mirada sin disimular ni un poco.
—Rami nunca estuvo con una chica —dijo de repente.
—¿Vos cómo sabés eso? —pregunté.
—Porque lo sé. Él era el único de su grupo que nunca estuvo con una chica.
—Eso no tiene nada de malo.
—No.
—Es normal. En ciertos chicos es normal.
Hicimos silencio.
El estuche seguía abierto sobre la mesa. El mozo lo movió delicadamente para poner los pocillos con salsa de soja.
—¿Cuál te parece la chica más linda? —me preguntó al quedarnos solas otra vez, y rió.
—¿La chica más linda? —pregunté, confundida.
—Sí. Señalá a la chica más linda que veas.
Me reí con ella. Entonces sentí como si mi vista se agudizara y observé a cada mujer en ese bar. Eran cinco, y tres de ellas eran mujeres mayores, de nuestra edad aproximadamente. Las dos restantes eran lo que se puede decir bonitas, una regordeta y la otra más masculina. Finalmente elegí a la del pelo corto, por su sonrisa, tenía una sonrisa tímida que la distinguió.
—Ella.
—¿Ella?
—Sí, ella.
—¿Estás segura?
—No lo sé, depende para qué sea.
—¿Cuál pensás que hubiese elegido Rami?
Me tomé un momento para deliberarlo.
—Sí, a ella.
Tina tomó el estuche y se acercó a la chica del pelo corto, que hablaba con otro chico de su edad. Se inclinó y le enseñó el colgante. No pude oír lo que hablaron, pero la chica parecía incrédula al principio, luego asustada y por último más tranquila. Tina le puso gentilmente el estuche en sus manos, le dio un beso en la frente y regresó.
Fingí mirar a la calle y no pregunté sobre lo que había hecho. No sé lo que le haya dicho para convencerla de aceptar el regalo, pero seguro que no la verdad. Al rato la chica y su compañero se fueron sin volver la vista, ella con el colgante puesto.
—Buena elección —dijo con una sonrisa.
—Como siempre… —respondí imitando un gesto de victoria.
Picamos los mariscos fritos, en silencio al principio, y luego hablamos y reímos tímidamente sobre un profesor de Literatura que gustaba de mí en la universidad. Cualquier sentimiento de ser traicionada había desaparecido para entonces. Otro mozo se acercó para limpiar nuestra mesa, pero le pedimos café y una porción de tarta de frutas que compartimos. Sin darnos cuenta, la media tarde se hizo noche frente a nuestros ojos. 
Nos levantamos y volvimos despacio bordeando el puerto.

martes, 6 de noviembre de 2018

«El retorno a la primera vida»


     

     El vidrio esmerilado le impedía ver el interior, por lo que tuvo que hacer pie sobre un tarro de pintura para asomarse por el ventanuco que habían dejado abierto quizás como un olvido. Haciendo equilibrio sobre el tarro, alcanzó a ver la escalera y la mesa con el mantel doblado encima como si hubieran acabado de tomar el té. ¿Habrían salido a dar un paseo? Aún de pie sobre el tarro, giró la cabeza para encajarla por el hueco y los llamó una vez más: «Mamá. Papá. Soy Esteban». Su voz hizo eco. La casa de sus padres era una casa de viejos: silenciosa, oscura, como si al interior la luz se filtrara por una celulosa opaca. Bajó con cuidado y se tomó de las rodillas, adolorido. Sentía los huesos rechinándole bajo la piel, un murmullo sordo que sólo él podía oír, y que cada vez oía con más frecuencia en distintas partes del cuerpo.
     Esteban era consciente de que ya no era el joven de porte atlético que alguna vez hizo cien metros planos en quince segundos, pero lo horrorizaba la facilidad con la que su cuerpo se entregaba al paso del tiempo. De nada habían servido el entrenador personal, el dineral gastado en dietas, el jogging disciplinado y la rutina de vitaminas: el péndulo de su reloj biológico lo había aplanado con todas las fuerzas. Era algo en lo que evitaba pensar, pero, tarde o temprano, las visiones de su cuerpo envejecido y letárgico encontraban un camino de vuelta a su mente. Estaba tan obsesionado que escapaba a los espejos, y la simple idea de verse en uno de cuerpo completo lo hacía sentir nauseas. ¿De dónde salía toda esa vanidad? Nunca antes había prestado atención a su edad, ni a su entereza física. Había supuesto que su voluntad alcanzaría para vivir una vida sencilla y cómoda hasta el final de sus días, y sin embargo, con el tiempo comenzó a pensar que cabía la posibilidad de que la mejor parte de su vida, la única que valía la pena vivir, ya hubiera concluido. Lo que le quedaba por delante era una débil y sombría prolongación de los años pasados.
     Vibró el celular en el bolsillo de su pantalón: Mildred, su esposa. «Solo quiero saber dónde estás, si estás bien», escribió. Esteban cerró la casilla de mensajes, apagó el celular y esta vez lo guardó en el bolsillo de la camisa debajo del suéter.
     ¿Dónde estaban? Se estaba cansando de esperar. En la parte de atrás de la casa,  el pequeño patio en el que había jugado la mitad de su vida de niño había sido reemplazado por una capa de cemento. La puerta mosquitera de la cocina golpeaba contra la jamba. La otra puerta estaba abierta y atrancada con una piedra. Entró sin hacer ruido, por primera vez consciente de que esa casa ya no era suya. En la pileta de la cocina había una olla llena de un líquido espumoso, y en la mesada, un plato con un pedazo de carne cubierto por un film transparente al que sobrevolaban moscas azules. Por dentro, la casa se veía como siempre, espaciosa, con los muebles bajos, las dos lámparas de pie antiguas y el televisor reflejando una versión angostada de la sala.  «Mamá», llamó. «Papá». Hizo silencio esperando una respuesta, y como no la obtuvo, agregó alzando el volumen: «Estoy acá. Soy Esteban. ¿Hay alguien?».
    Entonces oyó desde arriba el maniobrar de una llave, una puerta abriéndose y cerrándose y a alguien arrastrando los pies. Hubo otro momento de silencio, como de contemplación, y después una tos rabiosa que al principio identificó como de su padre, pero que luego, en cuanto fue bajando por las escaleras, supo que era de su madre. Ahí estaba, sosteniéndose del barandal y acomodándose alrededor del cuello una chalina de lentejuelas doradas con la mano sobrante. Casi no la reconoció: apenas tenía una lanilla de pelo gris pegada al cuero cabelludo y estaba delgada, el esqueleto asomándosele por la piel.
     —Hijo —dijo la vieja, y sin darle tiempo para contestar, se acercó y le dio un beso —. ¿Dónde están los demás? —. ¿Los demás? ¿Se refería a Mildred y Alfi? ¿Y por qué su voz sonaba así? Un silbido. Era eso. Su voz silbaba.
     —Mamá… los estaba llamando. ¿No me oían? Toqué a la puerta por más de veinte minutos. —No pudo evitar mirarle el cabello, y ella se pasó la mano como peinándose, tal vez avergonzada. Después agregó: —. Vine solo. Alfi y Mildred están en casa.
     —¡Oh! —dijo, aliviada —. ¿Y qué hacés acá, hijo?
    Esteban volvió a sentirse desanimado. Visitarlos no había sido una buena decisión. Había sido la peor decisión de todas. Debía estar lejos, perdido en la ruta, no en esa casa deprimente y encogida.
     Se acercó una silla.
     —Me tenía que escapar de casa —explicó —. ¿Dónde está Papá?
    —Descansando —contestó su madre con las manos unidas en el pecho —. Ha estado enfermo. Pero ya está mejor. Mejorando —dijo «mejorando» como si la palabra tuviera un bajorrelieve y otra estuviera oculta en ella  —. ¿Pensás quedarte acá?
     Esteban asintió sin mirarla. Hicieron silencio un momento. Su madre le ofreció un té. Él aceptó y ella se retiró a la cocina. Volvió luego de un rato, la taza temblando en sus manos.  Hicieron silencio mientras él apuraba el té. Cuando lo terminó, dijo:
    —Estoy triste. El médico dijo que es depresión, aunque no siempre me siento deprimido porque tomo medicamentos.
     —¿Depresión?
     —Dejé el taller, incluso. Ya no salgo a correr. Nada.
    Levantó la mirada y se encontró con una expresión nula de su madre. No había compasión ni empatía en su rostro, solamente un profundo, inalcanzable cansancio que le aturdía los ojos. Ella le sostuvo la mirada un momento y luego se estiró para tomar la taza, pero él la colocó lejos para que no pudiera alcanzarla.
     —Estoy muy contenta de que hayas venido —dijo, el silbido detrás de su voz, reuniendo otra vez las manos sobre su pecho plano —. Muy contenta —repitió como convenciéndose —. Ahora disculpame un momento. Voy a ver a tu padre.
     —Te acompaño —se ofreció él, haciendo el gesto de levantarse.
     Su madre puso las manos en alto.
    —Va a ser mejor que lo veas más tarde —silbó con su voz hueca. Sonrió y se puso de pie —. Dejémoslo descansar. —Hizo una pausa y agregó: —. Estoy muy feliz de que hayas venido. Muy feliz.
     La vio entrar lentamente en el oscuro hueco de la escalera. La chalina de lentejuelas resplandecía como un aura. La escuchó arrastrar los pies por el piso de arriba, y después luchar con la cerradura para abrir puerta. Antes de que la cerrara, Esteban oyó un murmullo cavernoso y profundo. ¿Su padre? No alcanzó a oír lo que decía, pero sí pudo reconocer el dolor en esa voz, un sufrimiento apagado, consumido.
     ¿Hacía cuánto que no visitaba a sus padres? ¿Tres, cuatro años? Había sido para Navidad. Alfi, su hija, era una nena apenas, se ocultaba entre sus piernas porque no reconocía el lugar, la primera vez en casa de los abuelos. Tampoco los reconocía a ellos, o más bien era mutuo: sus padres se habían comportado distantes toda la noche, firmes en la mesa, sonrientes pero taciturnos, manteniendo conversaciones en voz baja entre sí; por ese comportamiento extraño, Mildred había decidido que si querían ver a la nena, la próxima vez tendrían que viajar ellos, que no valía la pena volver hacer el esfuerzo de trescientos kilómetros para que no la tuvieran en upa ni una sola vez. Esteban no había discutido la decisión. Eran otras épocas, de felicidad, de concilio. Y en esos tres o cuatro años sus padres nunca los visitaron. Hicieron algunas llamadas esporádicas para los cumpleaños, pero Esteban no podía recordar haber mantenido una conversación por más de cinco minutos, ni el contenido de esas llamadas.
     Su padre parecía más enfermo de lo que su madre quería confesar. Esteban se dijo a sí mismo que si hubieran mencionado algo sobre una enfermedad, se acordaría. Apenas si tenía memoria de oír la voz de su padre. Incluso de su rostro había escapado toda memoria. ¿Lo reconocería al verlo? La idea lo abrumó. Le sudaban las manos. Se levantó y rebuscó con la mirada dando vueltas en su propio eje hasta que encontró un portarretratos caído detrás de una mesa ratona. Era una fotografía reciente en la que sus padres y otros matrimonios de ancianos —cada pareja abrazándose por la espalda— posaban frente a un edificio vidriado. Esteban no llegaba a distinguir las letras en la fachada, pero suponía que se trataba de una clínica. En el centro de la fotografía, las manos en la espalda, sonreía un médico de chaquetilla sucia y lentes cuadrados. Lo alivió ver que su padre conservaba las facciones, aunque claramente tenía más arrugas y manchas y estaba más delgado.
    Oyó que su madre salía del cuarto y se apuró a dejar el portarretratos en la misma ubicación accidentada. Antes de que llegara a los últimos escalones, Esteban se sentó e hizo como si mirara distraído su celular. Lo encendió. La vieja lo miró en silencio y se metió en la cocina. Esteban tenía varios mensajes de texto y algunos otros en el buzón de voz. Presionó para escuchar el primero, pero en cuanto reconoció la voz de su compañero de taller, colgó y borró el mensaje. El segundo era de su hija: «Papi, soy yo, Alfonsina. Te cuento que hoy fue la presentación de patín y… —detrás de la nena, Esteban oyó a Mildred dictándole al oído qué decir—. ¿Cuándo vas a volver?». Colgó y borró el mensaje. Apagó el celular.
     Su madre hablaba con alguien por teléfono en la cocina. Se esforzaba por hablar en voz baja, pero Esteban logró codificar parte de la conversación.
     —… ya no hay necesidad… ¡No! Seguro… está acá mismo… ¡Mi hijo!… Prometo llamarte, sí…
     Se despidió y colgó.
     Esteban esperó un tiempo prudencial y entró en la cocina. Su madre se había puesto a trabajar con la carne de la mesada y una olla con agua ya hervía al fuego. En menos de una hora el estofado con verduras perfumó la casa con un olor ácido que le abrió el estómago. Desplegaron el mantel y la vieja apareció primero con dos platos hondos y luego con la olla humeante. Sus manos apenas la sostenían.
     —¿Papá no va a comer? —preguntó Esteban de pie al lado de la mesa.
    —No puede comer —respondió y sirvió los platos en silencio —. Tu comida favorita. ¿Te acordás?
—Prefiero saludarlo antes —dijo sin prestar atención a lo que su madre decía —. ¿Sabe que estoy acá?
     —A su manera…
     —¿A su manera? ¿Qué querés decir con eso?
   —Supo que venías antes que yo. Estuvo nervioso toda la mañana. Era eso. —Sonrió como si estuviera reviviendo el recuerdo en la cabeza y se le marcaron unas arruguitas profundas alrededor de los ojos —. Era porque venías. Porque volvías. Ahora lo sé.
     —¿Qué le pasa a Papá? ¿Podés ser más clara?
     La vieja le acercó el plato y se sentó en su lugar. Sonreía mirando el estofado. Comió un momento en silencio. Sus pulmones silbaban como una armónica después de cada cucharada. Entonces levantó sus ojos cansados y vio que Esteban seguía de pie.
     —Sentate. Por favor. Más tarde vemos a tu padre.
    Esteban obedeció. Comió apresurado, sin alzar la mirada, pero casi no pudo sentirle el sabor a la comida. Le sudaba la nuca y las gotas frías le bajaban por la espalda. Devoró sin placer hasta el último gajo de tomate hervido y, una vez que terminó, alejó el plato hacia un costado.
    —Nos estábamos muriendo desde hace años —dijo la vieja de pronto, la mirada fija en el plato. Algo en su voz había cambiado, se había asentado  —. No nos queríamos quedar solos, el uno sin el otro. Es algo que todos pueden entender, ¿cierto? —Hizo una pausa y luego continuó: —. Primero fue tu padre con el cáncer, y estuvo a punto de morir. ¡Quedó tan débil! Después vino mi lupus. Pensamos en resignarnos.  Entonces conocimos al Doctor Kumar… lo llama «El retorno a la primera vida», el agua que sana.
     Una sonrisa le iluminó el rostro. Se puso de pie de un salto y le hizo un gesto con la mano para que la acompañara. Esteban la siguió por detrás, la chalina dorada haciéndole cosquillas en el rostro.
     —Quiero que lo veas con tus propios ojos —dijo su madre, el silbido más sonoro que antes, mientras subía la escalera con una energía que lo sorprendió —. ¡El Doctor Kumar hizo maravillas! ¡Maravillas!
     La vieja hizo aparecer unas llaves de debajo de la chalina como por arte de magia. Frente a la puerta, a Esteban lo invadió un nerviosismo punzante. ¿A qué se debía? De pronto no quería entrar. Trató de serenarse mientras su madre luchaba embocando la llave en la cerradura. Escuchó el mismo murmullo animal que había oído antes, pero esta vez de tan cerca que lo hizo retroceder un paso. La llave giró y su madre entró primero.
     —Mirá si no… ¡Maravillas!
     Esteban la siguió.
   La cabeza de su padre posaba sobre una pecera enorme llena de un líquido verduzco pero translúcido. En el interior, colándose por un hueco, flotaban el resto de los órganos como los tentáculos una medusa. No había ni un hueso a la vista. Aparte de la pecera, la habitación estaba vacía.
     —¿Estás viendo? ¡Hijo! Alfonso, mirá quien está acá. Es Esteban. Nuestro Esteban.
    La cabeza se mantuvo quieta, pero los ojos giraron levemente hacia él. Despegó los labios y los pulmones se inflaron en el agua. Murmuró algo que Esteban no pudo entender. Después volvió los ojos hacia el punto en la pared.
    —Sí, estamos muy felices de que estés, de que hayas vuelto —dijo la vieja mientras peinaba la cabeza delicadamente.
     —¿Está vivo? —preguntó Esteban con un hilo de voz.
     —¡Más vivo que nunca! ¡Más sano que nunca! Incapaz de enfermarse.
    Esteban se acercó midiendo los pasos y, junto a la mano de su madre, sintió el cuero cabelludo caliente. El corazón latía dentro de la pecera con un gluglú de burbujas. Los intestinos giraban en espiral, primero para un lado y luego para el otro, enroscados como serpientes apareándose.
Esteban quitó con esfuerzo los ojos de la pecera y se inclinó frente a la cabeza:
     —¿Papá? ¿Qué te hicieron?
     La cabeza se mantuvo en silencio, mirándolo sin ninguna expresión en particular. Los pulmones se inflaban, el aire lo atravesaba sin producir sonido.
   —Es suficiente, dejémoslo descansar. El Doctor Kumar dijo que nada de visitas largas. Todavía está acostumbrándose a su nueva forma.
   —¿Papá?
   Su madre lo agarró del brazo y tiró. Él se dejó llevar.
   La cabeza los siguió con los ojos.
*
     Esteban se sostuvo de la mesa y se dejó caer en la silla. El aire no corría en esa casa. El ventanuco estaba abierto todavía, pero no alcanzaba. Necesitaba respirar. Necesitaba hablar con la nena, escucharla. Su vocecita lumínica y joven.  Pero había borrado el mensaje. ¿Por qué lo había borrado? Llamó al celular de Mildred y dio con el contestador.
     La vieja hablaba en algún lugar.
     —El cuarto de costura va a ser mi habitación. Es pequeña, pero no necesito más. Cuando me haya acostumbrado, quiero que me traslades a la habitación con tu padre, que nos pongas juntos. Frente a frente, si es posible. También me gustaría algo de luz por la mañana…
     Pero ya no prestaba atención a la voz. Lo único que oía ahora era el rechinar sordo de las rodillas. Calculó la distancia que había desde la silla a la puerta más cercana, y de ahí hasta la calle: cincuenta, sesenta metros. Pensó en levantarse y salir caminando, pero la distancia se le hizo enorme. Prefería descansar un poco antes. Dejar que el cuerpo se asiente. Tal vez más tarde decidiera por irse. No estaba seguro de ser capaz.




sábado, 11 de agosto de 2018

El mercado de la lástima.



El chantajismo social de las victimas nos tiene acostumbrados a la práctica de la compasión, se ha transformado en un ejercicio rutinario de la moralidad, una especie de role play de la vida cotidiana en el que se puede ocupar de igual manera el papel de la víctima o el del individuo compasivo; ambos son recompensados por el status del “bien hacer”. Vivimos en una época en la que las víctimas se multiplican, aparecen en lugares inesperados, se inventan. La posición del victimario, sin excepciones, es anónima: el Sistema, el Estado, la Historia, la Sociedad. Lo es todo, y por lo tanto, no es nada.

La modalidad de las charlas motivacionales de Personas con Discapacidad (PCD), es otra de las muchas estrategias chantajistas, pero con la diferencia de que, en lugar de la víctima, tenemos al héroe. Desde que los movimientos de lucha por los Derechos de Personas con Discapacidad han dado luz a una minoría silenciada, la sociedad ha debido encargarse de darle a esta población un lugar, y al mismo tiempo, una posición en la jerarquía. Así es que las PCD ocupan cargos estatales, puestos en empresas inclusivas o subsisten de pensiones varias. Son pocos los afortunados que legítimamente forman parte del mercado. Pero las opciones laborales no caducan ahí: pujante, el millonario mercado de la lástima es una elección a la que recurren a menudo.

Golpes bajos, ridiculizaciones, falsa sabiduría, pensamiento mágico: un espectáculo atroz al que asistimos obligados. Las charlas motivacionales proponen, en mayor o menor medida, un recuento de axiomas bien intencionados que nos enseña el modo de ser felices. La autoridad de estas personas resulta de la experiencia de sus condiciones de vida, como si sus padecimientos fueran singulares y aportaran algo más que un estereotipo validado desde hace milenios. En ciertas culturas hindúes, la discapacidad todavía hoy equivale a sabiduría. “Inválidos y deformes” se transforman en padres absolutos de toda una comunidad, en líderes éticos a los que se recompensa con comida, flores y hasta piedras preciosas. Asistimos, en el occidente, a nuestra versión del mismo fenómeno: las PCD parecen ser iluminadas por la lucha concreta con sus condiciones.


Nick Vujicic (35), nacido en Melbourne, es quizás el mayor de los chantajistas entre las PCD. Ha hecho de su desgracia un freak show millonario que lo arrojó de un país a otro, que resultó en múltiples documentales, libros autobiográficos, y que le proporcionó un medio de vida que se subvenciona de la culpabilidad social, y por qué no, de las instituciones públicas que a menudo invierten en su filosofía del “sentirse bien”. Una conferencia promedio comienza con Nick ridiculizándose para “romper el hielo”, narrando experiencias vergonzosas en las que su deformidad física es el centro de atención. Una vez pasada esta primera maratón del morbo, el orador entra en el terreno de la autoayuda panfletaria: “hay que ser agradecido”, “es una mentira pensar que no vales nada”, “uno se termina concentrando en lo que desearía tener y no se da cuenta de lo que ya tiene”, entre otras. Nick promete: “estos principios que aplico a mi vida, los puedes aplicar a la tuya”.


La mexicana Adriana Macías (39) dicta conferencias  motivacionales desde hace quince años; se titulan “¿Para qué quejarte? Sé feliz” y “Tu verdadero límite mental”. La lógica de su discurso es idéntica a la de Nick Vujicic: “Cuando pierdes el tiempo quejándote sobre las cosas que no tienes, no te das la oportunidad de ver las cosas que sí tienes”. Además del discurso, comparten la modalidad: primero, la humillación pública, el humor autorreferencial, y luego, la retórica condescendiente.

La vida es un fenómeno complejo, la felicidad un juego de espejos del que todo intelectual busca escapar. Las propuestas de estos individuos nos culpan (“¿Para qué quejarte?”), demandan una actitud irreflexiva que se puede observar en la repetición hasta el hartazgo de estas frases de horóscopo, y nos obligan a un introspección emocional que caduca al finalizar el evento. Estúpidos, culposos, condescendientes. No solo el público está atado, sino que se le exige un compromiso ridículo y se le invita a ser menos inteligente a cada momento. Heidegger, de la mano de Kierkegaard, postula lo siguiente: la posibilidad que habita todas mis posibilidades, es la muerte; ante la nada de la muerte, surge la angustia; frente a la angustia, pedimos aturdimiento. Los oradores motivacionales nos dicen: ser felices es una cuestión de perspectiva. La inmensa diferencia entre un discurso razonado y uno repetido no se ve solo en la complejidad de las premisas, sino además en el compromiso con la inteligencia de los primeros, y el compromiso con la moral de los segundos.

Pero criticar a cualquiera de estos oradores resulta cruel y cínico. La sociedad ha instalado mecanismos de defensa que los protege. Hemos sido acostumbrados a conformarnos con la falta de inteligencia de las PCD. La exigencia del público que consume estas ponencias chatarra es nula.

Mientras tanto, la verdadera inclusión sigue enterrada debajo de toneladas de otras formas perversas de inclusión que no hacen más que reforzar estereotipos que le quitan la humanidad al individuo discapacitado, y lo unifican en una masa de la otredad. La tiranía del victimismo, y en este caso de la “víctima positiva”, nos conduce a un futuro incierto, pero en el que habita una sola posibilidad: la exclusión.