Decidí
hospedarme en el mismo hotel que habíamos visitado con Nina la última vez que
estuvimos juntos de vacaciones. Ella empezaba a hacerse conocida escribiendo
libros de cocina vegetariana. Además, había firmado contrato con un canal de
cable pequeño cuyo público en general eran madres y mujeres jóvenes.
—Es
por la plata. La televisión no me interesa —me dijo Nina en el patio de aquel
mismo hotel, unos meses atrás.
Algunos
patos se acercaban cautelosamente y los alimentábamos con aceitunas, aunque
había un cartel a unos pocos metros que lo prohibía.
—No
necesitamos más plata. Estamos bien —respondí entonces.
—¿Sí?
—Estamos
bien. No necesitamos más —sentencié.
Pero
los llamados de los productores ejecutivos no pararon. Discutían horarios,
asistentes, trivialidades como el vestuario y el maquillaje. Nina me sonreía en
complicidad y hacía gestos de estar
cansada mientras conversaba con ellos. Yo le seguía la corriente, pero en mi
interior se asentaba un sentimiento amargo, de irritación y tal vez de temor.
Las
conversaciones se prolongaron con el correr de los días. Nina se pasaba la hora
del almuerzo encerrada en el cuarto, y yo a veces le llevaba la comida y la
encontraba pegada al teléfono, todavía en su conjunto de piyama amarillo, y entonces
le dejaba la bandeja en el piso y me iba sin intercambiar una palabra.
—¿Estás
segura de que querés hacerlo? —le pregunté una noche a orillas del lago.
Minutos
antes habíamos vagado por un bosquecito de abedules hasta encontrar el camino
de entrada al lago. Nina había señalado sorprendida una ardilla que se movía como
un flashazo de un árbol a otro, y yo la había abrazado por la espalda y había
sentido que no llevaba corpiño. Ella se había reído como una adolescente.
—No
es algo que pueda rechazar. Es la única manera de asegurarme que sigan
publicando mis libros de cocina.
—Podés
escribir sobre otras cosas.
—¿Y
mis libros de cocina, qué? —rió.
—Tus
libros de cocina los puedo leer yo. —Me eché sobre ella sonriendo.
No
sé qué me llevó a repetir el hotel unos meses después de haber terminado con
Nina. Tal vez fue un intento por entender cómo había sucedido. Será ese el
motivo por el que volví.
El
hotel estaba casi vacío en esta segunda visita. Habían anunciado la llegada del
monzón en las próximas horas. El recepcionista me esperaba para recibirme,
visiblemente ansioso por las circunstancias. Para mi inconveniencia, me dio la
llave de la habitación equivocada.
—Oh,
disculpe —dijo frunciendo los labios —. Esa habitación está tomada, cierto.
Perder
la habitación en la que nos habíamos hospedado Nina y yo, me había desanimado
al principio, pero resultó que todos los cuartos de ese piso eran idénticos y
eso me reconfortó de alguna manera.
—Entonces
deme la habitación contigua, por favor —indiqué con apuro.
Apenas
conseguí entrar al cuarto, encendí la televisión.
El
programa había comenzado hacía media hora. Me costó descifrar qué estaban
preparando, pero entonces apareció anotado debajo: ensalada de pasta con
berenjenas fritas y un cake semidulce
de zanahoria y almendras —estaban reutilizando la receta del cake de banana, eso no era buena señal
para el programa—. Las asistentes iban de un lado para el otro con sus sonrisas
plásticas, alcanzándole a Nina los utensilios que pidiera. Tenía que reconocer
que en ese mes y medio, Nina había mejorado bastante. Se desenvolvía mejor,
incluso se parecía más a la mujer que yo había conocido. «Es preciosa», pensé.
Llevaba un delantal rosa pálido y un ridículo sombrero de chef haciendo juego.
Tuve el impulso de levantar el teléfono al lado de la cama y llamarla, pero
nada había cambiado desde la última vez, y no estaba seguro de poder soportar
otro rechazo.
Al
terminar el programa, me di una ducha fría para borrarme su imagen de la cabeza
y bajé con mi paraguas. Unos cinco estudiantes de inglés tomaban cervezas y
leían en voz alta.
—¡No
creo que vaya a servirle! —advirtió el recepcionista desde atrás de la barra.
—¿El
qué? —pregunté confundido.
—Lo
que lleva en las manos.
—Ah,
claro.
Lo
saludé con la punta del paraguas y salí. Las nubes bajas de tormenta se
amontonaban sobre el lago como un ceño fruncido. Caminé a través de una hilera
de negocios artesanales cerrados y, cuando por fin hallé la librería, la mujer
que atendía me dejó pasar con la condición de que escogiera un libro sin
demorarme.
—Mirá,
tus benditas enciclopedias de animales —me había señalado Nina en aquella misma
librería.
Se
había puesto en puntas de pie y había tomado la enciclopedia de aves en tapas
duras.
—No
sé cómo lo vamos a hacer entrar en la valija, pero te lo compro.
Luego
habíamos subido a un bote y habíamos llevado
el libro con nosotros. El juego fue idea suya: si determinábamos la especie de
un ave, cortábamos la página, la hacíamos un bollito y la tirábamos al agua.
Solo logramos reconocer unos patos africanos, pero nuestro fracaso no nos había
desanimado. Después nos habíamos quedado en ropa interior, nos habíamos arrellanado
en el bote y habíamos tomado sol mientras el agua nos movía de un lado para el
otro.
«Qué
torpe fui», pensé mientras la mujer que atendía la librería me cobraba la
novela de bolsillo que había elegido. «Perder todo eso… ¿cómo fue que pasó?».
Volví
al hotel con el paraguas abierto a pesar de que no cayó una gota. Los
estudiantes habían cerrado y apilado los libros y ahora solo tomaban cerveza.
Pensé en pedirle al recepcionista que me pidiera un taxi y volver a casa, pero
ya había acordado que cuidaran al gato y no tenía excusas para una llegada
repentina.
Subí
al cuarto y esperé en la cama a que nos alcanzará la lluvia, pero terminé
durmiéndome. Me despertó el viento unas horas después. Al parecer el monzón se había
retrasado y al final llegó de noche.
En
los días siguientes, los huéspedes cenamos todos juntos a la luz de las velas
y, cada mañana, el grupo de estudiantes de inglés y una mujer recogieron las
tejas desperdigadas por el viento mientras yo los observaba por la ventana. De
alguna forma, durante ese fin de semana, no tuve tiempo de leer el libro que
había comprado. Me sentía desganado, y sin saber por qué, irritado. ¿Sería
porque me estaba perdiendo la repetición de las recetas más solicitadas del
programa de Nina? Sí, era eso.
Pedí
que me despacharan apenas el taxi se pudo acercar.
La
mañana en la que me marchaba, mientras cargaba mi valija en el maletero, vi a
un pato malherido y despeinado cruzando el jardín del hotel. «Pobrecito»,
pensé. Lo perseguí y lo tomé. Graznó un poco, pero no se resistió. Era pequeño,
no tanto como para ser un pichón, pero tampoco tan grande como para ser un
adulto.
Lo
llevé dentro y lo coloqué en la barra del recepcionista. El pato abrió sus alas
insospechadamente grandes y se sentó sobre las patas, quieto. El recepcionista
lo miró divertido.
—Acá
no se permiten animales —explicó con una sonrisa.
—Es
un pato africano. Necesita ayuda. Se puede haber cortado con una teja. Está
herido, ¿ve? Hay sangre en las plumas.
Le
mostré mis manos manchadas y el recepcionista me ofreció un pañuelo de papel.
—Nada
de animales, señor —dijo y observó de cerca las heridas.
—Si
no lo cura, se van a infectar.
—No
puedo hacer nada, señor.
—¿Ni
si quiera por el bien del animal?
—Es
solo un pato —rió —. Anoche cenamos
pato, usted comió la cena, ¿no?
Lo
miré sorprendido.
—Nadie
me dijo que la carne era de pato —repliqué.
El
recepcionista se disculpó repentinamente apenado, y me ofreció otro pañuelo. No
lo tomé.
Terminé
de quitarme la sangre con el primer papel y salí con el animal debajo del
brazo. Miré a los lados y no encontré a nadie.
Dejé
al pato en el suelo, donde lo había encontrado. Entonces me invadió una
profunda tristeza que era incapaz de poner en palabras. Sentí pena de mí mismo
ante los ojitos negros del pequeño pato. «Perdón», le dije en voz baja. «Perdón».
Después
me subí al taxi y, asomado por la ventilla, vi a aquel pato alejarse.