jueves, 24 de junio de 2021

Bocas

 

Francisco Rapalo

 


—¿Qué fumás? —preguntó la vieja Vera.

De inmediato tanteé el paquete de cigarrillos sobresaliendo del jean. Seguro que la vieja lo había descubierto a través del hueco del respaldar. Yo seguía sin responder. Vera dejó el azucarero, se sentó y esperó con una leve sonrisa.

—En mi casa ya saben —dije.

Mis padres no tenían la menor idea.  Papá estaba más en la fábrica que en casa, y, cuando volvía, corría a echarse en el sillón como un sapo sobre una piedra caliente. Por otro lado, Mamá nunca se quería enterar de nada: yo desaprobé tres materias, fumaba y jugaba regularmente al póker online por dinero; mientras tanto, ella luchaba cada mes con la vergüenza de entregarme los anticonceptivos.

Nadie en mi familia estaba al tanto de lo que hacía con mi vida.

—Ya saben en mi casa —repetí, a ver si esta vez sonaba creíble.

—Yo pregunté qué fumás, no si fumás —dijo la vieja, rígida como en un retrato—. Eso ya lo sé desde el primer día. De mala calidad encima, mirate los dedos.

Hice lo que me dijo: tenía puntos grises en las yemas; debajo de las uñas, juntaba una mugre como de alfombra.

—No digas nada —pedí, vencida, imaginándome la decepción irreconciliable de Mamá si se enterase—. Trabajo gratis por una semana… —Evalué los ojos de Vera: nada—… ¿Quince días? Por favor.

Apenas pude distinguir un gesto naciendo en su cara arrugada. El resto de su cuerpo se negaba a expresar un cambio de ánimo.

—Veinte —dijo de pronto, no como si fuera una negociación, sino, más bien, una decisión tomada por su cuenta—. Y vas a tirar las bolsas de pasto. Nada de esconderlas abajo de la parrilla.

Acepté, encogiéndome de hombros, avergonzada más por el descubrimiento de las bolsas de pasto que por el de los cigarrillos.

Trabajar para Vera había sido más laborioso de lo que esperaba. ¿Yo quería la plata para apostarla en el póker, o estaba buscando la manera de pasar el tiempo? Cualquier razón, con las nuevas circunstancias, me parecía inválida, errada. Deseaba hacer las cinco cuadras hasta casa, meterme en la cama y taparme hasta la cabeza. Comparando mi cama con el comedor frío de esa vieja, la computadora con las vajillas pintadas a mano de medio siglo, consideré que estaba viviendo una tortura.

Vera sirvió un chorro de leche caliente en su té, se llevó la taza la boca y sorbió sin hacer ruido.

—Fuman mal hoy —dijo, apoyando la taza en el platito—. Ese tabaco es alfalfa embarrada.

Envolvió el bizcocho en una servilleta y le dio un bocado. Tragó, se limpió la comisura de los labios y siguió:

—Antes se ahorraba y se fumaba mejor a la vez, dejame enseñarte. —Se puso de pie y salió caminando del comedor. Yo no sabía qué hacer. Sentía a mi alrededor un silencio expectante como un tigre agazapado. Primero escuché sus pasos, y después Vera apareció cargada de paquetes y utensilios. Dijo:—. Así se hace, prestá atención.

Hizo a un lado las tazas y la fuente con bizcochos y colocó en la mesa un paquete rojo sin etiqueta; una hojita translúcida; un capuchoncito de metal que, deduje, sería el filtro, y una varilla del tamaño de un escarbadientes. Por último, un encendedor dorado.

Yo me senté erguida.

—Al tabaco me lo manda una amiga desde Carolina del Norte —explicó, concentrada en el trabajo—. Aprendí a armar cigarrillos en Inglaterra, trabajando en un casino, y lo hice tan bien que el jefe me llevó a su oficina, detrás de un biombo, para que enrolle tabaco para él y sus amigos. Alguna vez mis manos armaron el último cigarro de un hombre —dijo, orgullosa.

 Era difícil para mí comprender lo que hacía Vera, pero la fui siguiendo: plegó el papel, lo rellenó con brotes de tabaco y cerró el diminuto embudo. Después rodó ese mazacote en un cilindro perfecto, al que, por último, le insertó el filtro por un extremo.

—Me casé con ese hombre, el jefe del casino —comentó, mientras prensaba con la varilla los brotes de tabaco que sobresalían—. Fue un matrimonio corto, pero divertido. Tomá. —Me enseñó el prolijo cigarrito y lo puso sobre la mesa, a mi alcance—. Probá.

Yo lo tomé con cuidado. Al contacto, el papel parecía una piel vieja, olía a tierra. Vera me ofreció fuego y yo, aún dudando, acerqué el cigarrito. Después me lo llevé a los labios e inspiré.

Cerré los ojos contra mi voluntad; el humo me llenó los pulmones y yo sentí que probaba la boca amarga del jefe del casino y la de cada uno de los amantes de esa mujer: bocas carnosas, coronadas por bigotes, de dientes presentes, y hasta unas jugosas como manzanas acarameladas. Bocas y manos de ceniza. Pupilas que se encendían como colillas al viento.

Cuando abrí los ojos y solté el humo, en el sillón ya no estaba Vera, no había ninguna vieja. Había otra cosa, una criatura abstracta y maravillosa, indecible para una chica de mi edad, que, detrás de esa niebla, fue tomando la forma de una mujer.