El
23 de mayo del año pasado, mi hermana Mirna fue asaltada por un grupo de
hombres al volver del trabajo. Estuvo un mes en el hospital, primero
recuperándose de un pulmón perforado y de los hematomas en la parte baja de la
espalda que la mantenían postrada a la cama; después, de una neumonía que se contagió
de su compañera de cuarto; y por último, de las pesadillas que no la dejaban
dormir.
—Si
de algo muero, va a ser de sueño —me explicó Mirna, conversando por teléfono.
—Nadie
muere de sueño —le contesté, mirando absorto el modo mecánico en que mi mujer
colgaba la ropa en la terraza, doblando cada prenda en la soga y sujetándola no
con dos sino tres pinzas. Mirna respiraba pausadamente del otro lado de la
línea. Antes de que alguno de los dos hablara, se me ocurrió que tal vez sí había
gente que se moría de sueño, pero que debía de ser muy extraño —. ¿Las
enfermeras te están ayudando con eso?
Mirna
suspiró y a través del teléfono se sintió como si me llegara su bocanada de
aire.
—Ya
no quieren inyectarme. Las pastillas me dejan aturdida pero nada más. El
problema no es que no pueda dormir sino que sueño la misma pesadilla todas las
noches —Algo en su voz delataba cansancio, como si hubiera tenido que explicar lo
de la pesadilla más de una vez.
«Probablemente
deba ir a verla», pensé entonces. Fue una declaración que, a pesar de no
haberla dicho en voz alta, en mi mente tomó cariz de irrevocable. Si hasta
entonces no había ido a visitarla, fue porque mi esposa y yo nos habíamos
reconciliado poco antes y no quería que
estuviese separada de mí tanto tiempo. Temía que, una vez de visita en lo de mi
hermana, mi esposa tuviera la distancia suficiente para replantearse nuestro
matrimonio, aunque en todo ese tiempo no me había dado indicios de pensar algo
semejante, y, por lo contrario, demostraba más cariño que antes.
—¿Creés
que deba ir? —pregunté.
—No
hace falta, estoy bien —contestó Mirna y se apuró en cortar.
—Quiero
ir. Dame la dirección del hospital —la interrumpí con una confianza en mi voz
que me tomó por sorpresa.
—¡No!
—protestó —. Tu mujer te necesita.
—Para
visitarte necesito la dirección —repliqué sin escucharla, un poco irritado. Al
fin estaba convencido y ahora ella se oponía. Pero en su lugar, creo que
tampoco hubiera querido recibir a nadie, ni siquiera a las enfermeras.
Imaginarlo hizo que me sintiera triste y apagado, como si por accidente hubiera
caído en un pozo —. De verdad quiero verte. Además, tengo unos días libres y
siempre quise probar comida de hospital —reí.
Mirna
suspiró y colgó con un golpe.
Pero
no importaba que ella no quisiera, estaba convencido. Iría a verla.
Sin
embargo, mi esposa tampoco estuvo de acuerdo, la había subestimado.
«No
es el momento», me dijo con un tono sereno mientras recortaba los hilos
sobrantes de un vestido que se estaba haciendo. Yo me quedé en silencio mirando
cómo trabajaba con la máquina. Cierta vez me había enseñado a coser parches en
pantalones con esa misma máquina, y aunque me había felicitado por lo prolijo
que había quedado el parche, poco después, una tarde en la que estaba solo en
casa, saqué la máquina e intenté replicarlo pero no tuve éxito. «¡Imbécil!», me
gritó, en uno de sus ataques de ira. «Inútil como las mujeres de tu familia».
Esa
noche tuvimos una fiesta. Mi esposa usó el vestido que se había hecho con uno
anterior, desgastado, de su hermana, y yo me emborraché.
—Estoy
borracho —dije en voz alta, y algunas personas se dieron vuelta y me observaron
con sonrisas entre amistosas y compasivas. Mi mujer hizo como si no hubiera
oído nada, y una de sus amigas la alejó de mí. Al rato regresó y me miró
desconcertada. Me había volcado vino sobre la camisa blanca, y hasta que ella
no me miró de esa manera, no lo había notado —. No tenemos más camisas blancas
—agregué.
No
sé por qué usaba el plural cuando se trataba de una pertenencia mía, como una
maldición hecha realidad desde el día en que firmé los votos matrimoniales. «Lo
mío es tuyo. Lo tuyo es mío».
—Mi
hermana se llama Mirna. Hace poco la violaron y no sé quiénes fueron. —Había
agarrado a un hombre por el brazo y le estaba sacando conversación, pero
alguien nos separó y ya no volví a verlo.
—Se
lo contaste con lujo de detalles —me aseguró molesta mi esposa a la mañana
siguiente, mientras metía mi ropa en un bolso de mano. Ya había dejado de
llorar, pero parecía más triste y avergonzada que antes —. Hasta acá llegamos
—sentenció, y aunque me pareció una frase cursi, no se lo dije.
Me
sentí poseído por una fuerza maligna que me hacía decir y hacer cosas que solo
resultaban en desgracia. A pesar de que sabía que ella no quería tener sexo, un
rato después de que terminó con el bolso, la abracé torpemente por la espalda y
casi nos caemos adentro del ropero. Accedió a hacerlo cuando la besé en el
cuello, y comenzó a tocarme, pero en
cuanto acabamos y separamos un cuerpo del otro, ella se vistió y salió de la
casa sin mediar palabra.
No
hacía falta que me lo dijera: tenía que irme.
Nuestra
relación nunca había sido buena, y eso se debía a que alguno de los dos no
podía tener hijos. Quizá por temor o por solidaridad al otro, preferimos
dejarlo estar en la duda. Uno de los dos era estéril. Posiblemente ella, aunque
también podía ser yo, a pesar de que los hombres de mi familia habían sido
todos fértiles.
«Cuando
cada uno forme su pareja, lo sabremos. Uno de los dos va a tener un hijo y el
otro no», pensaba. Aquella fantasía proposicional me daba cierto placer, una
especie adrenalina de apuesta.
—Pueden
adoptar —me decía Mirna —. No tienen por qué separarse. A lo mejor los dos son
estériles y la desgracia los persigue a ambos.
No
había malicia en su voz.
—¡Imposible!
—exclamaba yo —. ¡Imposible!
Ella
se reía. Cómo extrañaba su risa.
Una
noche después de mi separación definitiva, llamé a la casa de Mirna desde un
teléfono público pensando encontrar a Darío, su novio, pero, para mi sorpresa,
ella fue la que atendió.
—Mirna…
quiero verte —exclamé sin darle vueltas al asunto. Unas prostitutas me miraban
preocupadas al otro lado de la calle. Una de ellas me sacó una foto con un
celular y frunció el ceño viendo la pantalla —. Mirna, creo que estoy empezando
a ver cosas.
—¿Estás borracho otra vez? —preguntó con un hilo de voz.
—No
estoy borracho —mentí —. ¿Estás sola? Ya mismo voy para allá. ¡Mirna!
¡Contestá! Mi mujer me dejó. Esta vez es para siempre.
Oí
un llanto apagado, como si tapara el auricular con una mano.
—¿Estás
mejor? ¿Qué hacés en casa, despierta a esta hora?
Apoyé
la frente en el vidrio fresco de la cabina y observé como las prostitutas
compartían un cigarrillo, mientras oía menguar el llanto de mi hermana.
—Las
pesadillas. No me dejan en paz —dijo de pronto.
La
prostituta rubia me hizo fuck you con
el dedo y se marcharon. Al principio pensé que venían en mi dirección, pero
luego parpadeé fuerte y vi que giraban a la derecha y seguían su camino.
—Puedo
ir ya mismo… cuelgo y aparezco en la puerta —dije. Las palabras brotaban de mí
sin control —. Voy a ir y vamos a pasar la noche despiertos. Podemos hacer como
cuando éramos chicos. ¿Te acordás? Hacíamos fogatas cerca del bosque. Puedo ir
ya mism…
El
tono de fuera de línea me interrumpió. Se había acabado el crédito.
Desde
que mi esposa me había dejado definitivamente, estaba viviendo noche a noche en
una pensión de prostitutas. Tenía el dinero para pagar algo mejor, tal vez un
departamento compartido, pero había dejado el trabajo en la editorial y no
estaba buscando uno nuevo, así que escatimaba en todo lo que podía. Si el bullicio
y la clandestinidad del lugar acababan cansándome, tenía un manuscrito por el
que me ofrecieron un pago grande en
dólares. Pero no me apuraba a traducirlo. Cuando necesitara el dinero, lo
haría. Hasta entonces no pensaba ni siquiera en leer el dossier.
Dejé
el auricular colgando y salí. Caminé por una calle oscura pensando vagamente en
Mirna. Estar borracho me hacía sentir como si mis pensamientos fueran pesados.
El rostro de Mirna era el más pesado de todos. Solo con tratar de invocar sus
gestos, me sentía fatigado y tenía que detenerme.
Hombres
y mujeres salían de la oscuridad como atravesando un telón grueso. Un chico
joven se detuvo a hablarme, pero no conseguí seguir el hilo de la conversación
y seguí caminando con torpeza, intentando enfocarme en los rostros que flotaban
ininterrumpidamente.
—Las pesadillas… —dijo Mirna desde algún
lado en la oscuridad, pero era una Mirna diferente, que no había oído en mucho
tiempo.
Mirna, frente a una pequeña fogata
de broza, abrazada a las piernas, el mentón apoyado en las rodillas, mirando
entredormida la danza de los insectos que se arrojaban a las llamas.
—…no me dejan dormir.
—Estoy
llegando —dije sin saber a dónde —. Llego enseguida.
En
algún momento tropecé con un perro callejero y me mordió sin saña, solo para
advertirme.
—Las pesadillas me alejan… —siguió la
voz, un poco más adulta.
Mirna en mis brazos, mientras los dos entrábamos
al agua fresca del río. «Ahora, soltate y patalea, ¡así!, como un perrito».
—En
un momento, estoy llegando…
Mirna, hundida en la butaca de la
peluquería, apretando los ojos mientras la tijera pasaba por su flequillo.
—¿Me
escuchás? En un segundo…
Mirna vestida con el uniforme de
gimnasia, tirada en la alfombra leyendo.
—…
estoy llegando…
Mirna semidesnuda en la hierba,
un hombre de cien kilos sentado encima de ella. Otro hombre pateándole la
cabeza como si esta fuera a salir rodando. Cinco hombres orinándola, violándola
con sus manos y haciéndole tragar los escupitajos.
—…
estoy a punto de llegar, ¡resistí!
Durante
un tiempo incierto, continué con mi peregrinaje por calles oscuras y terminé en
una estación de servicio. Las imágenes se superponían unas a otras. Me metí en
el baño y vomité directo en los azulejos. Unas chicas se enojaron y me
golpearon hasta que estuve en la calle de vuelta. El perro que me había
mordido, me perseguía moviendo la cola, feliz.
La
información se arremolinaba en mi mente hasta que en algún punto de la
madrugada perdí el conocimiento.
Al
día siguiente, amanecí adolorido en el cuarto de la pensión. Lo primero que
hice fue llamar a Mirna. Me atendió con su voz suave de siempre, sin embargo,
sonaba aún más apagada, como si me
hablara desde adentro de una caja.
—Soñé
toda la noche con vos —le dije, aunque no tenía muy claro si había sido un
sueño o lo había imaginado despierto.
—¿Si? —preguntó, desanimada.
—Sí,
íbamos al río y te enseñaba a nadar. —Esperé a que ella dijera algo. Entonces
agregué: —. Y pronto, muy pronto, voy a ir a visitarte, es una promesa —agregué.
—No hace falta…
—Aunque
no haga falta —la interrumpí —. Te lo prometo.
Pero
tampoco cumplí con mi palabra esa vez.
En
cambio, pasé lo que quedaba del invierno encerrado largas horas en el sucio
cuarto de la pensión intentando traducir el manuscrito, pero no lograba
concentrarme y terminaba bajando a tomar algo al bar. Cada vez me costaba menos
emborracharme, y solía dormirme pensando: «A lo mejor me siento solo y extraño
mucho a mi familia: a mi hermana, a mi mujer, a mi madre… por eso es que me
emborracho» y el sueño me consumía en aquellos pensamientos fútiles.
El
invierno pasó sin que tuviera mucho contacto con Mirna. Me llamó una tarde. O
eso creo yo. Nadie hablaba del otro lado. Se oía una respiración grave que
llenaba de ruido la línea. Y yo corté.
La
última llamada que le hice a Mirna fue una semana antes que la encontraran
ahorcada en el pequeño departamento que le alquilaba su ex novio. Su voz se
debilitaba con el pasar del tiempo. Empezaba a hablar de cosas sin sentido,
pero yo la escuchaba en silencio, con suma atención
—Nunca se van —susurró —. Las pesadillas vienen a verme cada noche. Son
como un cielo de muchas lunas en una noche frágil. No va a soportarlo. Todas
las noches son frágiles, todos los cielos son de lunas. Y brillan fuerte, no me
dejan dormir.
—¿Lunas?
¿Son muchas?
—Cientos. Miles. Hay una para cada uno. Y nos
miran, nos vigilan, nos alumbran.
—¿Cómo
es tu luna? —. De alguna manera, la conversación estaba cobrando sentido en mi
cuerpo, que se tensaba y enfriaba a medida que hablábamos.
—No lo sé… Son cientos. Miles. Millones de
ojos en la piel que tengo que cerrar de uno en uno, pero se siguen abriendo
—¿Ojos?
¿Duelen?
—No. Solo observan. Y nos ven dormir…
Luego
su respiración se acompasó y la oí dormir un rato, hasta que se acabó el
crédito de la pensión y dio el tono de fuera de línea.
Mirna
se suicidó poco después. Darío llamó a mi casa para avisarme, pero como yo ya
no vivía ahí y mi esposa desconocía mi paradero, tardaron un día en decírmelo.
Hicieron
un modesto velorio en su nombre. Decoraron el salón con alelíes blancos, aunque
nunca supe por qué la elección de aquella flor. Había fotos de su rostro sereno
a donde miraras, pero en todas ellas Mirna parecía triste.
Vi
a mi esposa entre la gente. Hacia el final de la reunión, me abrazó por la
espalda y estuvimos un momento en silencio.
—Lo
siento —murmuró.
—Yo
también. No se merecía lo que le hicieron —dije —. No mi hermana.
—Nadie
se merecería algo así. De verdad, lo siento —contestó ella.
El
salón había quedado vacío después de unas horas. Los rostros de Mirna me
observaban en conjunto. Un leve aroma floral se había levantado en el aire con
el calor. «Espero te haya gustado la despedida», pensé. Arranqué delicadamente
una de las flores y salí al pleno día primaveral.
El
cielo era cristalino y soplaba un viento cálido. Las mujeres pasaban a mi lado
con sus trajes de oficina. Una de ellas me sonrió. Estuve un momento buscando a
Mirna entre esas mujeres, pero después me di por vencido. Imaginé que unos
hombres salidos de la nada tomaban a una de ellas y la golpeaban como a un saco
de boxeo. Lo imaginé mientras esperaba en una esquina a que parara un taxi.
—¿Por
qué llorás? —me preguntó una nena. Se
había acercado y me había agarrado de la manga. Tenía el corte de cabello que
se solía hacer mi hermana, el flequillo recto encima de las cejas, y una cola
de caballo que le dejaba la nuca pelada al aire.
—Estoy
triste —dije secándome la cara.
—¿Por
qué estás triste? —siguió preguntando desde abajo.
—Porque
estoy solo —respondí.
—¿Y
por qué estás solo?
Antes
de que pudiera contestar, una mujer mayor se acercó furiosa, la agarró de los
hombros y se la llevó consigo. La nena me llamó y se volteó a saludarme con una
mano. Cuando quise imitar el gesto, la flor de alelí salió despedida de mi
mano, voló en remolinos, ascendió y después se perdió en el azul profundo del
cielo.