miércoles, 19 de junio de 2019

Sueño.



El 23 de mayo del año pasado, mi hermana Mirna fue asaltada por un grupo de hombres al volver del trabajo. Estuvo un mes en el hospital, primero recuperándose de un pulmón perforado y de los hematomas en la parte baja de la espalda que la mantenían postrada a la cama; después, de una neumonía que se contagió de su compañera de cuarto; y por último, de las pesadillas que no la dejaban dormir.
—Si de algo muero, va a ser de sueño —me explicó Mirna, conversando por teléfono.
—Nadie muere de sueño —le contesté, mirando absorto el modo mecánico en que mi mujer colgaba la ropa en la terraza, doblando cada prenda en la soga y sujetándola no con dos sino tres pinzas. Mirna respiraba pausadamente del otro lado de la línea. Antes de que alguno de los dos hablara, se me ocurrió que tal vez sí había gente que se moría de sueño, pero que debía de ser muy extraño —. ¿Las enfermeras te están ayudando con eso?
Mirna suspiró y a través del teléfono se sintió como si me llegara su bocanada de aire.
—Ya no quieren inyectarme. Las pastillas me dejan aturdida pero nada más. El problema no es que no pueda dormir sino que sueño la misma pesadilla todas las noches —Algo en su voz delataba cansancio, como si hubiera tenido que explicar lo de la pesadilla más de una vez.
«Probablemente deba ir a verla», pensé entonces. Fue una declaración que, a pesar de no haberla dicho en voz alta, en mi mente tomó cariz de irrevocable. Si hasta entonces no había ido a visitarla, fue porque mi esposa y yo nos habíamos reconciliado poco antes  y no quería que estuviese separada de mí tanto tiempo. Temía que, una vez de visita en lo de mi hermana, mi esposa tuviera la distancia suficiente para replantearse nuestro matrimonio, aunque en todo ese tiempo no me había dado indicios de pensar algo semejante, y, por lo contrario, demostraba más cariño que antes.
—¿Creés que deba ir? —pregunté.
—No hace falta, estoy bien —contestó Mirna y se apuró en cortar.
—Quiero ir. Dame la dirección del hospital —la interrumpí con una confianza en mi voz que me tomó por sorpresa.
—¡No! —protestó —. Tu mujer te necesita.
—Para visitarte necesito la dirección —repliqué sin escucharla, un poco irritado. Al fin estaba convencido y ahora ella se oponía. Pero en su lugar, creo que tampoco hubiera querido recibir a nadie, ni siquiera a las enfermeras. Imaginarlo hizo que me sintiera triste y apagado, como si por accidente hubiera caído en un pozo —. De verdad quiero verte. Además, tengo unos días libres y siempre quise probar comida de hospital —reí.
Mirna suspiró y colgó con un golpe.
Pero no importaba que ella no quisiera, estaba convencido. Iría a verla.
Sin embargo, mi esposa tampoco estuvo de acuerdo, la había subestimado.
«No es el momento», me dijo con un tono sereno mientras recortaba los hilos sobrantes de un vestido que se estaba haciendo. Yo me quedé en silencio mirando cómo trabajaba con la máquina. Cierta vez me había enseñado a coser parches en pantalones con esa misma máquina, y aunque me había felicitado por lo prolijo que había quedado el parche, poco después, una tarde en la que estaba solo en casa, saqué la máquina e intenté replicarlo pero no tuve éxito. «¡Imbécil!», me gritó, en uno de sus ataques de ira. «Inútil como las mujeres de tu familia».
Esa noche tuvimos una fiesta. Mi esposa usó el vestido que se había hecho con uno anterior, desgastado, de su hermana, y yo me emborraché.
—Estoy borracho —dije en voz alta, y algunas personas se dieron vuelta y me observaron con sonrisas entre amistosas y compasivas. Mi mujer hizo como si no hubiera oído nada, y una de sus amigas la alejó de mí. Al rato regresó y me miró desconcertada. Me había volcado vino sobre la camisa blanca, y hasta que ella no me miró de esa manera, no lo había notado —. No tenemos más camisas blancas —agregué.
No sé por qué usaba el plural cuando se trataba de una pertenencia mía, como una maldición hecha realidad desde el día en que firmé los votos matrimoniales. «Lo mío es tuyo. Lo tuyo es mío».
—Mi hermana se llama Mirna. Hace poco la violaron y no sé quiénes fueron. —Había agarrado a un hombre por el brazo y le estaba sacando conversación, pero alguien nos separó y ya no volví a verlo.
—Se lo contaste con lujo de detalles —me aseguró molesta mi esposa a la mañana siguiente, mientras metía mi ropa en un bolso de mano. Ya había dejado de llorar, pero parecía más triste y avergonzada que antes —. Hasta acá llegamos —sentenció, y aunque me pareció una frase cursi, no se lo dije.
Me sentí poseído por una fuerza maligna que me hacía decir y hacer cosas que solo resultaban en desgracia. A pesar de que sabía que ella no quería tener sexo, un rato después de que terminó con el bolso, la abracé torpemente por la espalda y casi nos caemos adentro del ropero. Accedió a hacerlo cuando la besé en el cuello, y comenzó a tocarme,  pero en cuanto acabamos y separamos un cuerpo del otro, ella se vistió y salió de la casa sin mediar palabra.
No hacía falta que me lo dijera: tenía que irme.
Nuestra relación nunca había sido buena, y eso se debía a que alguno de los dos no podía tener hijos. Quizá por temor o por solidaridad al otro, preferimos dejarlo estar en la duda. Uno de los dos era estéril. Posiblemente ella, aunque también podía ser yo, a pesar de que los hombres de mi familia habían sido todos fértiles.
«Cuando cada uno forme su pareja, lo sabremos. Uno de los dos va a tener un hijo y el otro no», pensaba. Aquella fantasía proposicional me daba cierto placer, una especie adrenalina de apuesta.
—Pueden adoptar —me decía Mirna —. No tienen por qué separarse. A lo mejor los dos son estériles y la desgracia los persigue a ambos.
No había malicia en su voz.
—¡Imposible! —exclamaba yo —. ¡Imposible!
Ella se reía. Cómo extrañaba su risa.
Una noche después de mi separación definitiva, llamé a la casa de Mirna desde un teléfono público pensando encontrar a Darío, su novio, pero, para mi sorpresa, ella fue la que atendió.
—Mirna… quiero verte —exclamé sin darle vueltas al asunto. Unas prostitutas me miraban preocupadas al otro lado de la calle. Una de ellas me sacó una foto con un celular y frunció el ceño viendo la pantalla —. Mirna, creo que estoy empezando a ver cosas.
¿Estás borracho otra vez?  —preguntó con un hilo de voz.
—No estoy borracho —mentí —. ¿Estás sola? Ya mismo voy para allá. ¡Mirna! ¡Contestá! Mi mujer me dejó. Esta vez es para siempre.
Oí un llanto apagado, como si tapara el auricular con una mano.
—¿Estás mejor? ¿Qué hacés en casa, despierta a esta hora?
Apoyé la frente en el vidrio fresco de la cabina y observé como las prostitutas compartían un cigarrillo, mientras oía menguar el llanto de mi hermana.
—Las pesadillas. No me dejan en paz —dijo de pronto.
La prostituta rubia me hizo fuck you con el dedo y se marcharon. Al principio pensé que venían en mi dirección, pero luego parpadeé fuerte y vi que giraban a la derecha y seguían su camino.
—Puedo ir ya mismo… cuelgo y aparezco en la puerta —dije. Las palabras brotaban de mí sin control —. Voy a ir y vamos a pasar la noche despiertos. Podemos hacer como cuando éramos chicos. ¿Te acordás? Hacíamos fogatas cerca del bosque. Puedo ir ya mism…
El tono de fuera de línea me interrumpió. Se había acabado el crédito.
Desde que mi esposa me había dejado definitivamente, estaba viviendo noche a noche en una pensión de prostitutas. Tenía el dinero para pagar algo mejor, tal vez un departamento compartido, pero había dejado el trabajo en la editorial y no estaba buscando uno nuevo, así que escatimaba en todo lo que podía. Si el bullicio y la clandestinidad del lugar acababan cansándome, tenía un manuscrito por el que me ofrecieron  un pago grande en dólares. Pero no me apuraba a traducirlo. Cuando necesitara el dinero, lo haría. Hasta entonces no pensaba ni siquiera en leer el dossier.
Dejé el auricular colgando y salí. Caminé por una calle oscura pensando vagamente en Mirna. Estar borracho me hacía sentir como si mis pensamientos fueran pesados. El rostro de Mirna era el más pesado de todos. Solo con tratar de invocar sus gestos, me sentía fatigado y tenía que detenerme.
Hombres y mujeres salían de la oscuridad como atravesando un telón grueso. Un chico joven se detuvo a hablarme, pero no conseguí seguir el hilo de la conversación y seguí caminando con torpeza, intentando enfocarme en los rostros que flotaban ininterrumpidamente.
Las pesadillas… —dijo Mirna desde algún lado en la oscuridad, pero era una Mirna diferente, que no había oído en mucho tiempo.
Mirna, frente a una pequeña fogata de broza, abrazada a las piernas, el mentón apoyado en las rodillas, mirando entredormida la danza de los insectos que se arrojaban a las llamas.
…no me dejan dormir.
—Estoy llegando —dije sin saber a dónde —. Llego enseguida.
En algún momento tropecé con un perro callejero y me mordió sin saña, solo para advertirme.
Las pesadillas me alejan… —siguió la voz, un poco más adulta.
 Mirna en mis brazos, mientras los dos entrábamos al agua fresca del río. «Ahora, soltate y patalea, ¡así!, como un perrito».
—En un momento, estoy llegando…
Mirna, hundida en la butaca de la peluquería, apretando los ojos mientras la tijera pasaba por su flequillo.
—¿Me escuchás? En un segundo…
Mirna vestida con el uniforme de gimnasia, tirada en la alfombra leyendo.
—… estoy llegando…
Mirna semidesnuda en la hierba, un hombre de cien kilos sentado encima de ella. Otro hombre pateándole la cabeza como si esta fuera a salir rodando. Cinco hombres orinándola, violándola con sus manos y haciéndole tragar los escupitajos.
—… estoy a punto de llegar, ¡resistí!
Durante un tiempo incierto, continué con mi peregrinaje por calles oscuras y terminé en una estación de servicio. Las imágenes se superponían unas a otras. Me metí en el baño y vomité directo en los azulejos. Unas chicas se enojaron y me golpearon hasta que estuve en la calle de vuelta. El perro que me había mordido, me perseguía moviendo la cola, feliz.
La información se arremolinaba en mi mente hasta que en algún punto de la madrugada perdí el conocimiento.
Al día siguiente, amanecí adolorido en el cuarto de la pensión. Lo primero que hice fue llamar a Mirna. Me atendió con su voz suave de siempre, sin embargo, sonaba aún más apagada, como  si me hablara desde adentro de una caja.
—Soñé toda la noche con vos —le dije, aunque no tenía muy claro si había sido un sueño o lo había imaginado despierto.
¿Si? —preguntó, desanimada.
—Sí, íbamos al río y te enseñaba a nadar. —Esperé a que ella dijera algo. Entonces agregué: —. Y pronto, muy pronto, voy a ir a visitarte, es una promesa —agregué.
No hace falta…
—Aunque no haga falta —la interrumpí —. Te lo prometo.
Pero tampoco cumplí con mi palabra esa vez.
En cambio, pasé lo que quedaba del invierno encerrado largas horas en el sucio cuarto de la pensión intentando traducir el manuscrito, pero no lograba concentrarme y terminaba bajando a tomar algo al bar. Cada vez me costaba menos emborracharme, y solía dormirme pensando: «A lo mejor me siento solo y extraño mucho a mi familia: a mi hermana, a mi mujer, a mi madre… por eso es que me emborracho» y el sueño me consumía en aquellos pensamientos fútiles.
El invierno pasó sin que tuviera mucho contacto con Mirna. Me llamó una tarde. O eso creo yo. Nadie hablaba del otro lado. Se oía una respiración grave que llenaba de ruido la línea. Y yo corté.
La última llamada que le hice a Mirna fue una semana antes que la encontraran ahorcada en el pequeño departamento que le alquilaba su ex novio. Su voz se debilitaba con el pasar del tiempo. Empezaba a hablar de cosas sin sentido, pero yo la escuchaba en silencio, con suma atención
Nunca se van —susurró —. Las pesadillas vienen a verme cada noche. Son como un cielo de muchas lunas en una noche frágil. No va a soportarlo. Todas las noches son frágiles, todos los cielos son de lunas. Y brillan fuerte, no me dejan dormir.
—¿Lunas? ¿Son muchas?
Cientos. Miles. Hay una para cada uno. Y nos miran, nos vigilan, nos alumbran.
—¿Cómo es tu luna? —. De alguna manera, la conversación estaba cobrando sentido en mi cuerpo, que se tensaba y enfriaba a medida que hablábamos.
No lo sé… Son cientos. Miles. Millones de ojos en la piel que tengo que cerrar de uno en uno, pero se siguen abriendo
—¿Ojos? ¿Duelen?
No. Solo observan. Y nos ven dormir…
Luego su respiración se acompasó y la oí dormir un rato, hasta que se acabó el crédito de la pensión y dio el tono de fuera de línea.
Mirna se suicidó poco después. Darío llamó a mi casa para avisarme, pero como yo ya no vivía ahí y mi esposa desconocía mi paradero, tardaron un día en decírmelo.
Hicieron un modesto velorio en su nombre. Decoraron el salón con alelíes blancos, aunque nunca supe por qué la elección de aquella flor. Había fotos de su rostro sereno a donde miraras, pero en todas ellas Mirna parecía triste.
Vi a mi esposa entre la gente. Hacia el final de la reunión, me abrazó por la espalda y estuvimos un momento en silencio.
—Lo siento —murmuró.
—Yo también. No se merecía lo que le hicieron —dije —. No mi hermana.
—Nadie se merecería algo así. De verdad, lo siento —contestó ella.
El salón había quedado vacío después de unas horas. Los rostros de Mirna me observaban en conjunto. Un leve aroma floral se había levantado en el aire con el calor. «Espero te haya gustado la despedida», pensé. Arranqué delicadamente una de las flores y salí al pleno día primaveral.
El cielo era cristalino y soplaba un viento cálido. Las mujeres pasaban a mi lado con sus trajes de oficina. Una de ellas me sonrió. Estuve un momento buscando a Mirna entre esas mujeres, pero después me di por vencido. Imaginé que unos hombres salidos de la nada tomaban a una de ellas y la golpeaban como a un saco de boxeo. Lo imaginé mientras esperaba en una esquina a que parara un taxi.
—¿Por qué llorás?  —me preguntó una nena. Se había acercado y me había agarrado de la manga. Tenía el corte de cabello que se solía hacer mi hermana, el flequillo recto encima de las cejas, y una cola de caballo que le dejaba la nuca pelada al aire.
—Estoy triste —dije secándome la cara.
—¿Por qué estás triste? —siguió preguntando desde abajo.
—Porque estoy solo —respondí.
—¿Y por qué estás solo?
Antes de que pudiera contestar, una mujer mayor se acercó furiosa, la agarró de los hombros y se la llevó consigo. La nena me llamó y se volteó a saludarme con una mano. Cuando quise imitar el gesto, la flor de alelí salió despedida de mi mano, voló en remolinos, ascendió y después se perdió en el azul profundo del cielo.

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