Celeste
era diez años menor que yo y mucho más talentosa. Nos vimos la primera vez en
el supermercado, y después de unos cuántos encuentros casuales, entablamos una
conversación. Resultó que ambas nos dedicábamos a la pastelería, aunque mi especialidad
era el pastel de bodas y únicamente trabajaba a pedido.
—Siempre
se necesitan unas manos de más —me dijo con una sonrisa delicada.
—¿De
verdad? —preguntó la versión más calmada de mí misma que pude encontrar —. ¿De
verdad?
Estaba
cansada de trabajar sola, de no ver ninguna cara en todo el día excepto la del
chico lleno de granos que hacía los repartos, con el que intercambiaba un
saludo cordial y no mucho más.
Un
día, mientras me duchaba, oí la voz de mi esposo muerto. «¿Mariiii?», dijo la voz, como cuando él me llamaba porque sonaba el
teléfono y estaba ocupado o porque no encontraba una corbata o un par de medias
que combinaba con lo que llevaba puesto.
—¿Qué
pasa? —pregunté y me quedé en silencio esperando una respuesta mientras el agua
caliente me lavaba la cabeza y el cuerpo.
Ese
fue mi límite, mi punto más bajo.
Desde
entonces salí más, conocí a Celeste y terminé trabajando para ella. Sucedió de
pronto, una cosa detrás de la otra, como una fila de fichas de dominó
derrumbándose. Nuestra amistad creció rápidamente, incluso a mí me sorprendió. En
la pastelería, siempre se acercaba con la cuchara de madera humeando para que
probara las pastas y salsas que había preparado. «Níscaro y limón. Qué
curioso», respondía. Intentaba ser lo más honesta posible.
Me
invitó a su departamento una noche, una semana después de empezar con el trabajo
—me había encargado las decoraciones de azúcar y pasta, además del uso de las
mangas—, con el motivo de enseñarme una receta que quería sumar al
negocio. Cuando llegué esa noche, ya
había empezado con la preparación del relleno, que no era más que calabaza
dulce hervida en azúcar rosa. El pequeño departamento ardía del calor del
horno. Celeste me sirvió una copa de vino y rellenó la suya. Tenía las mejillas
enrojecidas y los ojos le sonreían a pesar de que no dijéramos nada.
—¿Por
qué siempre estás tan linda? —pregunté, y de inmediato perdí la razón de por
qué lo hice. Me mordí el interior de las mejillas. Estaba avergonzada y no
sabía el motivo. Celeste era una mujer bonita y no tenía nada de malo que una
mujer mayor que ella se lo haga saber. Me reí distraída, pero entonces me di
cuenta que ella se había sonrojado y había abierto el horno y retirado unos
bizcochos húmedos en los que ahora trabajaba enfrascada —. Creo que el relleno
va a necesitar un poco más —agregué para cambiar de tema.
Cuando
la torta de calabaza estuvo en la heladera, abrimos las ventanas y nos sentamos
sudadas a la mesa. Entre las dos nos habíamos acabado la botella. Parecía que
el alcohol, en vez de desinhibirla, la volvía más silenciosa y contemplativa.
En cambio a mí, el alcohol me había vuelto una máquina de contar intimidades.
Entre otras cosas, le había confesado que mi esposo había muerto de un infarto hacía
un año y que había oído su voz llamándome días atrás.
—¡Qué
triste! —exclamó, y en su voz solo había sinceridad.
—Qué
triste… —repetí, pensativa.
—No creo que haya sido él.
—Ni
yo —zanjé.
Esperamos
en silencio, afectadas levemente por el alcohol. Abajo pasaban los autos, pero
se oían tan cerca que sentí que podía tocarlos estirando un brazo. Celeste abrió
la heladera cada cinco minutos hasta que por fin decidió que la torta estaba
lista y, allí mismo, la cortó y trajo una porción finita sobre el perfil del cuchillo.
Comimos arrancando trozos con los dedos. El tiempo pasaba lento cuando la veía
hundir sus uñas rojas en la masa esponjosa, y después, cuando los dedos
entraban en la boca. Ambas nos reímos. La calabaza estaba buena, pero demasiado
dulce, aunque solo le dije que me gustaba.
Al terminar la torta, nos miramos y Celeste pareció haber recuperado el
semblante.
—Mañana
voy a intentar replicarla —le dije más tarde, ayudándola a fregar y secar los
moldes.
Respondió
con un sencillo «Gracias» y sonrió sin mirarme. Me despidió en la puerta y no
entró hasta que bajé las escaleras a la calle. En la vuelta, tomé un atajo que
cruzaba perpendicularmente una fila de patios pequeños. Vi a una mujer
tendiendo las sábanas y me pregunté qué la llevaba a estar haciendo la colada a
esa hora de la noche. Se me ocurrió que su hijo se pudo haber hecho pis y ella
había sacado las sábanas para que su marido no sintiera el olor. Me había
imaginado la escena mientras volvía a casa, y en cuanto llegué me embargo un
sentimiento fatalista de soledad.
Volví
a pensar en Celeste mientras me cambiaba de ropa, y después cuando intentaba
conciliar el sueño. Repasé mentalmente nuestra conversación. No podía detener
el flujo de pensamientos a pesar de que el alcohol y el aire frío de la noche
me habían adormilado. «¡Qué triste!», decía la voz de Celeste en la oscuridad
de mi cuarto.
Tal
vez por lástima a verme tan sola, ella me invitó a su departamento a menudo.
Resultó que no solo era una excelente pastelera, sino también una cocinera
estupenda. Entre otras comidas, me preparó pan de carne, curry de tofu con
batatas, estofado de cordero, amorellis
de zanahoria, corvina con salsa romesco y espárragos, sopa zoni y bisque de langostinos.
Yo
la veía fascinada luchar con varias sartenes a la vez. Las ventanas terminaban
empañadas por el vaho del horno, y el aroma de las especias y las vinagretas se
me metía debajo de la piel.
—Comé
bien —me decía cada vez que dejaba un plato en la mesa.
Celeste
se refería a mí como «la comensal preferida». Durante las comidas hablaba poco y se limitaba a observarme
comer. Respondía amablemente si le hacía una pregunta, pero nunca alargaba el
hilo de la conversación. En su mirada no había espera ni regocijo. Celeste se transformaba en un jilguero que me
miraba con ojos tristes desde una rama alta.
—Está
exquisito —le dije una noche, mientras partía una gamba y la mojaba en salsa de
soja —. Nunca probé un sabor como este, dulce y picante.
Ella
hizo una reverencia tímida y me acercó el plato para que tomara otra. La carne
de las gambas se deshacía en mi boca. Entonces tuve un momento de enajenación,
como si me viera desde afuera, sentada en la mesa, siendo alimentada como una
nena. Me quité aquel pensamiento de la cabeza y entonces volví a pensar en
nuestro primer encuentro, en el estacionamiento de un Walmart.
—La
primera vez que te vi ibas metida en un impermeable enorme. Vos no me viste a
mí. Tenías una bicicleta. ¿Dónde quedó esa bicicleta? —le pregunté.
Celeste
iba caminando al trabajo todos los días. No lo había notado hasta ese momento.
—Es
de Pedro, mi novio. —Hizo una pausa y a continuación agregó: —. Ya no es mi
novio.
Decidí
no preguntar al respecto. Celeste parecía tan frágil que temía romperla con una
pregunta equivocada. Aun así, había despertado mi curiosidad. Terminé las
gambas y luego la ayudé a limpiar la cocina. Volví a casa pensando en cómo
sería Pedro. No podía sacármelo de la cabeza. Imaginé un chico de su edad,
alto, de manos grandes y suaves, un hombre de una belleza modesta como la suya,
introvertido pero amable. Después intenté imaginarme a los dos peleándose, pero
no pude. Me pregunté cómo habrían terminado.
Esa
noche, me metí en la cama con las luces apagadas. Sin saber cómo llegué hasta
ahí, me encontré pensando en Celeste y Pedro —el que yo había creado en mi
mente— haciendo el amor. Supuse que era un sexo tierno y metódico. Así era el
que tenía con mi esposo. Ninguno de los dos lo disfrutábamos demasiado, y sin
embargo, lo hacíamos con regularidad como una demostración de afecto. Era la
única manera en la que conseguíamos ser cariñosos el uno con el otro. En
cambio, en mi mente, Celeste y Pedro tenían sexo por deseo. No solo se amaban,
sino que además querían darse placer. Era una necesidad que incrementaba a
medida que lo hacían. Y también incrementaba en mí mientras lo imaginaba
acostada en la cama, como si yo fuera parte de la pareja.
De
pronto, por segunda vez en la noche, volví a sentirme fuera de mi cuerpo. La
imagen de mí misma con una mano dentro del pantalón me sacó de la cama de un
salto. «Qué ridícula», pensé. Encendí la luz y me metí en el baño. Me lavé las
manos por un largo rato y me senté desnuda en el inodoro. Imaginé el fantasma
de mi marido frente a la cama y repetí: «¡Qué ridícula, qué ridícula!». Antes
de volver al cuarto, me lavé las manos de nuevo y me observé en el espejo, que
solo llegaba hasta la cintura. Estaba excedida de peso, mis axilas habían
quedado oscuras de afeitarlas mal y me estaban empezando a salir unas estrías
blanquísimas en los pechos. «Esto es porque como demasiado», pensé. «Porque
como demasiado y porque me veo poco en el espejo».
Esa
noche dormí con la luz prendida, invadida por un repentino temor a que el
fantasma de mi esposo apareciera y me atormentara por mis pensamientos
inmaduros.
Algo
había cambiado en mí esa noche.
Celeste
siguió invitándome a cenar, pero rechacé cada una de sus ofertas.
—Está
bien —decía, sin más.
En
el negocio la veía poco, ella se encargaba de la atención a los clientes y los
repartos. La cocina había quedado a cargo de Eric, un chico de diecinueve años
con un talento preternatural, y de mí, que seguía haciendo las decoraciones y
otras tareas de poco riesgo. Llegué a pensar que solo estaba ahí porque le caía
bien a Celeste. Pero no podía dejar que eso me molestara: volver a trabajar
sola se me hacía imposible. Con el tiempo, había empezado a dudar de mis
habilidades y pensé que tal vez mi sustentabilidad con los pasteles de boda se
había debido a que cobraba poco y tenía clientes conformistas. Lo mismo sucedió
con los quehaceres de la casa. De un día para el otro, dejé de preocuparme por
cómo vivía, y solo hice lo absolutamente necesario, como tener una muda de ropa
y el delantal limpio y la comida para ese día en la heladera.
Con
más tiempo libre, empecé a salir a caminar a diario. Me ponía mi único conjunto
de jogging de algodón y, si hacía
mucho frío, una mangas larga debajo. Recuerdo un día verme en el vidrio de un
local de electrodomésticos y no reconocerme. Vestida así, parecía un hombre. Pero
no me importó; al contrario, sentí un placer diferente al que nunca había
sentido jamás. Pensé brevemente en mudarme a otro lado, recomenzar mi vida,
incluso llamarme de otra manera, tener una personalidad diferente y un trabajo
nuevo. Contemplé la idea sentada en un banco junto a un perro callejero que
dormía sin saber que yo estaba ahí, pero decidí que mejor no probaba a la
suerte, si yo no era buena en nada.
A
pesar de mi temor, decidí renunciar al trabajo una mañana. Fue por medio de una
llamada telefónica. «Ah, de acuerdo, se lo comunico», me contestó Eric, sin el
menor interés en saber por qué. Colgué y cerré los ojos. La luz entraba por la
claraboya justo sobre mí. No sabía lo que iba a hacer, pero no me preocupaba.
En la cuenta bancaria tenía el dinero que había cobrado por el seguro de vida
de mi esposo. Si lo administraba bien, podía alcanzarme para dos o tres años,
tiempo suficiente para tomar una decisión respecto a mi futuro.
Durante
unos meses, recolecté folletos de diferentes destinos turísticos, y a veces,
cuando estaba aburrida, jugaba a que tenía que elegir el lugar de mis próximas
vacaciones, aunque siempre acababa escogiendo Roma. «¿A dónde hubiera ido él?»,
me preguntaba, pero después recordaba que mi esposo hubiera estado de acuerdo
con cualquier opción. Y yo también. Quizás por eso nunca habíamos viajado muy
lejos.
Los
días pasaban uno tras otro sin distinción. Para romper la monotonía iba al
cine, pero como nunca entendía las películas, dejé de ir y preferí quedarme en
casa mirando programas de televisión que no me exigieran demasiado.
En
mucho tiempo, había logrado mantener a Celeste fuera de mi cabeza. Se había
convertido en un fantasma tal y como era mi esposo. Antes de renunciar al
trabajo, creí haber escuchado que ella había vuelto con Pedro, pero no estaba segura.
A pesar de no saber por qué, me sentí aliviada. «No va a estar más sola»,
pensé.
Sin
embargo, una tarde de invierno en la que nevaba, Celeste apareció en la puerta
de mi casa. Tenía el pelo empapado y tiritaba de frío. Se veía diferente, más delgada
quizás. Se le notaba en la cara.
—¿Por
qué? —preguntó sin antes decir nada.
—¿Por qué? —repetí, confundida y asustada.
Nunca había visto tanta determinación en sus ojos —. No te entiendo.
—¿Es
que no te gustaba mi comida? —Y agregó: —. ¿Te molestaba estar conmigo?
Mi
primera reacción fue reírme, pero al ver que ella se mantenía en silencio,
agaché la cabeza. Entonces sentí que debía retroceder y cerrar la puerta, y así
lo hice. De lo contrario me hubiera desmayado, o muerto, o algo peor. «¿Por
qué? ¿Es que no te gustaba mi comida?», continué escuchando en mi mente.
Celeste seguía de pie afuera.
—¡Andate!
—grité, repentinamente molesta.
—¡Te
necesito! —gritó ella en respuesta.
—¡No!
¡Es mentira!
—¡No
te gustaba mi comida! —exclamó, ahora aseverándolo —. ¡No te gustaba mi comida!
—¡Andate,
andate, andate! —grité yo una y otra vez, hasta que ya no pude más.
Entonces
hubo silencio de su parte.
Abrí
la puerta y ella ya no estaba. No había nadie en la calle. La nieve se
acumulaba silenciosamente en todas partes. Las huellas que había dejado en los
escalones se aguaban y desaparecían.
—Celeste
—dije en voz alta, y lo repetí: —. Celeste, ¿estás ahí?
—¡No!
—respondió.
Celeste
se escondía detrás de un árbol
—Celeste,
entremos, por favor.
Esperé
un momento, y como no hubo respuesta, bajé a buscarla. La encontré abrazada a
sus rodillas, hecha una bolita, y al verme extendió una mano y algunos copos de
nieve se adhirieron en su palma abierta. Celeste daba la impresión de un pájaro
caído al que se debía cobijar. Le tomé la mano, la ayudé a levantarse y
entramos atravesando la fina brisa de nieve.
—Perdón…
—dijo ella en un murmullo, mientras se sacaba las botas y las dejaba sobre la
alfombra.
Yo
fingí no haberla oído.
—No
tengo mucho en la heladera —dije, y comencé a sacudirle la nieve de la cabeza
—, pero creo que va a alcanzar para una sopa de brócoli, si es que te gusta.
—¿Sopa
de brócoli?
Asentí
y se le iluminaron los ojos.
—Está
bien —dijo.
—¿Sabías
que te pareces a un pájaro cuando me mirás así? —pregunté.
Ella
rió.
—¿A
cuál pájaro?
—Un
jilguero tal vez.
—Pero…
no me gustan los jilgueros.
—Este
es el más hermoso que haya visto —dije —. Además los jilgueros son bonitos.
Celeste
hizo una reverencia tímida y se quedó quieta mientras le sacaba el abrigo y lo
colgaba en un perchero.
—También
te parecés a un pájaro —dijo de pronto —. Te parecés a una grulla.
—¿De
verdad? —pregunté riendo, todavía con el tacto de su piel fría en mis dedos.
—Sí.
Una grulla que está a punto de alzar vuelo.
—¿Y
adónde va esa grulla?
—Eso
no lo sé —dijo y encogió los hombros —. Ni yo ni ella.