jueves, 13 de diciembre de 2018

La grulla y el jilguero.





Celeste era diez años menor que yo y mucho más talentosa. Nos vimos la primera vez en el supermercado, y después de unos cuántos encuentros casuales, entablamos una conversación. Resultó que ambas nos dedicábamos a la pastelería, aunque mi especialidad era el pastel de bodas y únicamente trabajaba a pedido.
—Siempre se necesitan unas manos de más —me dijo con una sonrisa delicada.
—¿De verdad? —preguntó la versión más calmada de mí misma que pude encontrar —. ¿De verdad?
Estaba cansada de trabajar sola, de no ver ninguna cara en todo el día excepto la del chico lleno de granos que hacía los repartos, con el que intercambiaba un saludo cordial y no mucho más.
Un día, mientras me duchaba, oí la voz de mi esposo muerto. «¿Mariiii?», dijo la voz, como cuando él me llamaba porque sonaba el teléfono y estaba ocupado o porque no encontraba una corbata o un par de medias que combinaba con lo que llevaba puesto.
—¿Qué pasa? —pregunté y me quedé en silencio esperando una respuesta mientras el agua caliente me lavaba la cabeza y el cuerpo.
Ese fue mi límite, mi punto más bajo.
Desde entonces salí más, conocí a Celeste y terminé trabajando para ella. Sucedió de pronto, una cosa detrás de la otra, como una fila de fichas de dominó derrumbándose. Nuestra amistad creció rápidamente, incluso a mí me sorprendió. En la pastelería, siempre se acercaba con la cuchara de madera humeando para que probara las pastas y salsas que había preparado. «Níscaro y limón. Qué curioso», respondía. Intentaba ser lo más honesta posible.
Me invitó a su departamento una noche, una semana después de empezar con el trabajo —me había encargado las decoraciones de azúcar y pasta, además del uso de las mangas—, con el motivo de enseñarme una receta que quería sumar al negocio.  Cuando llegué esa noche, ya había empezado con la preparación del relleno, que no era más que calabaza dulce hervida en azúcar rosa. El pequeño departamento ardía del calor del horno. Celeste me sirvió una copa de vino y rellenó la suya. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos le sonreían a pesar de que no dijéramos nada.
—¿Por qué siempre estás tan linda? —pregunté, y de inmediato perdí la razón de por qué lo hice. Me mordí el interior de las mejillas. Estaba avergonzada y no sabía el motivo. Celeste era una mujer bonita y no tenía nada de malo que una mujer mayor que ella se lo haga saber. Me reí distraída, pero entonces me di cuenta que ella se había sonrojado y había abierto el horno y retirado unos bizcochos húmedos en los que ahora trabajaba enfrascada —. Creo que el relleno va a necesitar un poco más —agregué para cambiar de tema.
Cuando la torta de calabaza estuvo en la heladera, abrimos las ventanas y nos sentamos sudadas a la mesa. Entre las dos nos habíamos acabado la botella. Parecía que el alcohol, en vez de desinhibirla, la volvía más silenciosa y contemplativa. En cambio a mí, el alcohol me había vuelto una máquina de contar intimidades. Entre otras cosas, le había confesado que mi esposo había muerto de un infarto hacía un año y que había oído su voz llamándome días atrás.
—¡Qué triste! —exclamó, y en su voz solo había sinceridad.
—Qué triste… —repetí, pensativa.
 —No creo que haya sido él.
—Ni yo —zanjé.
Esperamos en silencio, afectadas levemente por el alcohol. Abajo pasaban los autos, pero se oían tan cerca que sentí que podía tocarlos estirando un brazo. Celeste abrió la heladera cada cinco minutos hasta que por fin decidió que la torta estaba lista y, allí mismo, la cortó y trajo una porción finita sobre el perfil del cuchillo. Comimos arrancando trozos con los dedos. El tiempo pasaba lento cuando la veía hundir sus uñas rojas en la masa esponjosa, y después, cuando los dedos entraban en la boca. Ambas nos reímos. La calabaza estaba buena, pero demasiado dulce, aunque solo le dije que me gustaba.  Al terminar la torta, nos miramos y Celeste pareció haber recuperado el semblante.
—Mañana voy a intentar replicarla —le dije más tarde, ayudándola a fregar y secar los moldes.
Respondió con un sencillo «Gracias» y sonrió sin mirarme. Me despidió en la puerta y no entró hasta que bajé las escaleras a la calle. En la vuelta, tomé un atajo que cruzaba perpendicularmente una fila de patios pequeños. Vi a una mujer tendiendo las sábanas y me pregunté qué la llevaba a estar haciendo la colada a esa hora de la noche. Se me ocurrió que su hijo se pudo haber hecho pis y ella había sacado las sábanas para que su marido no sintiera el olor. Me había imaginado la escena mientras volvía a casa, y en cuanto llegué me embargo un sentimiento fatalista de soledad.
Volví a pensar en Celeste mientras me cambiaba de ropa, y después cuando intentaba conciliar el sueño. Repasé mentalmente nuestra conversación. No podía detener el flujo de pensamientos a pesar de que el alcohol y el aire frío de la noche me habían adormilado. «¡Qué triste!», decía la voz de Celeste en la oscuridad de mi cuarto.
Tal vez por lástima a verme tan sola, ella me invitó a su departamento a menudo. Resultó que no solo era una excelente pastelera, sino también una cocinera estupenda. Entre otras comidas, me preparó pan de carne, curry de tofu con batatas, estofado de cordero, amorellis de zanahoria, corvina con salsa romesco y espárragos, sopa zoni y bisque de langostinos.
Yo la veía fascinada luchar con varias sartenes a la vez. Las ventanas terminaban empañadas por el vaho del horno, y el aroma de las especias y las vinagretas se me metía debajo de la piel.
—Comé bien —me decía cada vez que dejaba un plato en la mesa.
Celeste se refería a mí como «la comensal preferida». Durante las comidas  hablaba poco y se limitaba a observarme comer. Respondía amablemente si le hacía una pregunta, pero nunca alargaba el hilo de la conversación. En su mirada no había espera ni regocijo.  Celeste se transformaba en un jilguero que me miraba con ojos tristes desde una rama alta.
—Está exquisito —le dije una noche, mientras partía una gamba y la mojaba en salsa de soja —. Nunca probé un sabor como este, dulce y picante.
Ella hizo una reverencia tímida y me acercó el plato para que tomara otra. La carne de las gambas se deshacía en mi boca. Entonces tuve un momento de enajenación, como si me viera desde afuera, sentada en la mesa, siendo alimentada como una nena. Me quité aquel pensamiento de la cabeza y entonces volví a pensar en nuestro primer encuentro, en el estacionamiento de un Walmart.
—La primera vez que te vi ibas metida en un impermeable enorme. Vos no me viste a mí. Tenías una bicicleta. ¿Dónde quedó esa bicicleta? —le pregunté.
Celeste iba caminando al trabajo todos los días. No lo había notado hasta ese momento.
—Es de Pedro, mi novio. —Hizo una pausa y a continuación agregó: —. Ya no es mi novio.
Decidí no preguntar al respecto. Celeste parecía tan frágil que temía romperla con una pregunta equivocada. Aun así, había despertado mi curiosidad. Terminé las gambas y luego la ayudé a limpiar la cocina. Volví a casa pensando en cómo sería Pedro. No podía sacármelo de la cabeza. Imaginé un chico de su edad, alto, de manos grandes y suaves, un hombre de una belleza modesta como la suya, introvertido pero amable. Después intenté imaginarme a los dos peleándose, pero no pude. Me pregunté cómo habrían terminado.
Esa noche, me metí en la cama con las luces apagadas. Sin saber cómo llegué hasta ahí, me encontré pensando en Celeste y Pedro —el que yo había creado en mi mente— haciendo el amor. Supuse que era un sexo tierno y metódico. Así era el que tenía con mi esposo. Ninguno de los dos lo disfrutábamos demasiado, y sin embargo, lo hacíamos con regularidad como una demostración de afecto. Era la única manera en la que conseguíamos ser cariñosos el uno con el otro. En cambio, en mi mente, Celeste y Pedro tenían sexo por deseo. No solo se amaban, sino que además querían darse placer. Era una necesidad que incrementaba a medida que lo hacían. Y también incrementaba en mí mientras lo imaginaba acostada en la cama, como si yo fuera parte de la pareja.
De pronto, por segunda vez en la noche, volví a sentirme fuera de mi cuerpo. La imagen de mí misma con una mano dentro del pantalón me sacó de la cama de un salto. «Qué ridícula», pensé. Encendí la luz y me metí en el baño. Me lavé las manos por un largo rato y me senté desnuda en el inodoro. Imaginé el fantasma de mi marido frente a la cama y repetí: «¡Qué ridícula, qué ridícula!». Antes de volver al cuarto, me lavé las manos de nuevo y me observé en el espejo, que solo llegaba hasta la cintura. Estaba excedida de peso, mis axilas habían quedado oscuras de afeitarlas mal y me estaban empezando a salir unas estrías blanquísimas en los pechos. «Esto es porque como demasiado», pensé. «Porque como demasiado y porque me veo poco en el espejo».
Esa noche dormí con la luz prendida, invadida por un repentino temor a que el fantasma de mi esposo apareciera y me atormentara por mis pensamientos inmaduros.
Algo había cambiado en mí esa noche.
Celeste siguió invitándome a cenar, pero rechacé cada una de sus ofertas.
—Está bien —decía, sin más.
En el negocio la veía poco, ella se encargaba de la atención a los clientes y los repartos. La cocina había quedado a cargo de Eric, un chico de diecinueve años con un talento preternatural, y de mí, que seguía haciendo las decoraciones y otras tareas de poco riesgo. Llegué a pensar que solo estaba ahí porque le caía bien a Celeste. Pero no podía dejar que eso me molestara: volver a trabajar sola se me hacía imposible. Con el tiempo, había empezado a dudar de mis habilidades y pensé que tal vez mi sustentabilidad con los pasteles de boda se había debido a que cobraba poco y tenía clientes conformistas. Lo mismo sucedió con los quehaceres de la casa. De un día para el otro, dejé de preocuparme por cómo vivía, y solo hice lo absolutamente necesario, como tener una muda de ropa y el delantal limpio y la comida para ese día en la heladera.
Con más tiempo libre, empecé a salir a caminar a diario. Me ponía mi único conjunto de jogging de algodón y, si hacía mucho frío, una mangas larga debajo. Recuerdo un día verme en el vidrio de un local de electrodomésticos y no reconocerme. Vestida así, parecía un hombre. Pero no me importó; al contrario, sentí un placer diferente al que nunca había sentido jamás. Pensé brevemente en mudarme a otro lado, recomenzar mi vida, incluso llamarme de otra manera, tener una personalidad diferente y un trabajo nuevo. Contemplé la idea sentada en un banco junto a un perro callejero que dormía sin saber que yo estaba ahí, pero decidí que mejor no probaba a la suerte, si yo no era buena en nada.
A pesar de mi temor, decidí renunciar al trabajo una mañana. Fue por medio de una llamada telefónica. «Ah, de acuerdo, se lo comunico», me contestó Eric, sin el menor interés en saber por qué. Colgué y cerré los ojos. La luz entraba por la claraboya justo sobre mí. No sabía lo que iba a hacer, pero no me preocupaba. En la cuenta bancaria tenía el dinero que había cobrado por el seguro de vida de mi esposo. Si lo administraba bien, podía alcanzarme para dos o tres años, tiempo suficiente para tomar una decisión respecto a mi futuro.
Durante unos meses, recolecté folletos de diferentes destinos turísticos, y a veces, cuando estaba aburrida, jugaba a que tenía que elegir el lugar de mis próximas vacaciones, aunque siempre acababa escogiendo Roma. «¿A dónde hubiera ido él?», me preguntaba, pero después recordaba que mi esposo hubiera estado de acuerdo con cualquier opción. Y yo también. Quizás por eso nunca habíamos viajado muy lejos.
Los días pasaban uno tras otro sin distinción. Para romper la monotonía iba al cine, pero como nunca entendía las películas, dejé de ir y preferí quedarme en casa mirando programas de televisión que no me exigieran demasiado.
En mucho tiempo, había logrado mantener a Celeste fuera de mi cabeza. Se había convertido en un fantasma tal y como era mi esposo. Antes de renunciar al trabajo, creí haber escuchado que ella había vuelto con Pedro, pero no estaba segura. A pesar de no saber por qué, me sentí aliviada. «No va a estar más sola», pensé.
Sin embargo, una tarde de invierno en la que nevaba, Celeste apareció en la puerta de mi casa. Tenía el pelo empapado y tiritaba de frío. Se veía diferente, más delgada quizás. Se le notaba en la cara.
—¿Por qué? —preguntó sin antes decir nada.
—¿Por qué? —repetí, confundida y asustada. Nunca había visto tanta determinación en sus ojos —. No te entiendo.
—¿Es que no te gustaba mi comida? —Y agregó: —. ¿Te molestaba estar conmigo?
Mi primera reacción fue reírme, pero al ver que ella se mantenía en silencio, agaché la cabeza. Entonces sentí que debía retroceder y cerrar la puerta, y así lo hice. De lo contrario me hubiera desmayado, o muerto, o algo peor. «¿Por qué? ¿Es que no te gustaba mi comida?», continué escuchando en mi mente. Celeste seguía de pie afuera.
—¡Andate! —grité, repentinamente molesta.
—¡Te necesito!  —gritó ella en respuesta.
—¡No! ¡Es mentira!
—¡No te gustaba mi comida! —exclamó, ahora aseverándolo —. ¡No te gustaba mi comida!
—¡Andate, andate, andate! —grité yo una y otra vez, hasta que ya no pude más.
Entonces hubo silencio de su parte.
Abrí la puerta y ella ya no estaba. No había nadie en la calle. La nieve se acumulaba silenciosamente en todas partes. Las huellas que había dejado en los escalones se aguaban y desaparecían.
—Celeste —dije en voz alta, y lo repetí: —. Celeste, ¿estás ahí?
—¡No! —respondió.
Celeste se escondía detrás de un árbol
—Celeste, entremos, por favor.
Esperé un momento, y como no hubo respuesta, bajé a buscarla. La encontré abrazada a sus rodillas, hecha una bolita, y al verme extendió una mano y algunos copos de nieve se adhirieron en su palma abierta. Celeste daba la impresión de un pájaro caído al que se debía cobijar. Le tomé la mano, la ayudé a levantarse y entramos atravesando la fina brisa de nieve.
—Perdón… —dijo ella en un murmullo, mientras se sacaba las botas y las dejaba sobre la alfombra.
Yo fingí no haberla oído.
—No tengo mucho en la heladera —dije, y comencé a sacudirle la nieve de la cabeza —, pero creo que va a alcanzar para una sopa de brócoli, si es que te gusta.
—¿Sopa de brócoli?
Asentí y se le iluminaron los ojos.
—Está bien —dijo.
—¿Sabías que te pareces a un pájaro cuando me mirás así? —pregunté.
Ella rió.
—¿A cuál pájaro?
—Un jilguero tal vez.
—Pero… no me gustan los jilgueros.
—Este es el más hermoso que haya visto —dije —. Además los jilgueros son bonitos.
Celeste hizo una reverencia tímida y se quedó quieta mientras le sacaba el abrigo y lo colgaba en un perchero.
—También te parecés a un pájaro —dijo de pronto —. Te parecés a una grulla.
—¿De verdad? —pregunté riendo, todavía con el tacto de su piel fría en mis dedos.
—Sí. Una grulla que está a punto de alzar vuelo.
—¿Y adónde va esa grulla?
—Eso no lo sé —dijo y encogió los hombros —. Ni yo ni ella.

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