martes, 6 de noviembre de 2018

«El retorno a la primera vida»


     

     El vidrio esmerilado le impedía ver el interior, por lo que tuvo que hacer pie sobre un tarro de pintura para asomarse por el ventanuco que habían dejado abierto quizás como un olvido. Haciendo equilibrio sobre el tarro, alcanzó a ver la escalera y la mesa con el mantel doblado encima como si hubieran acabado de tomar el té. ¿Habrían salido a dar un paseo? Aún de pie sobre el tarro, giró la cabeza para encajarla por el hueco y los llamó una vez más: «Mamá. Papá. Soy Esteban». Su voz hizo eco. La casa de sus padres era una casa de viejos: silenciosa, oscura, como si al interior la luz se filtrara por una celulosa opaca. Bajó con cuidado y se tomó de las rodillas, adolorido. Sentía los huesos rechinándole bajo la piel, un murmullo sordo que sólo él podía oír, y que cada vez oía con más frecuencia en distintas partes del cuerpo.
     Esteban era consciente de que ya no era el joven de porte atlético que alguna vez hizo cien metros planos en quince segundos, pero lo horrorizaba la facilidad con la que su cuerpo se entregaba al paso del tiempo. De nada habían servido el entrenador personal, el dineral gastado en dietas, el jogging disciplinado y la rutina de vitaminas: el péndulo de su reloj biológico lo había aplanado con todas las fuerzas. Era algo en lo que evitaba pensar, pero, tarde o temprano, las visiones de su cuerpo envejecido y letárgico encontraban un camino de vuelta a su mente. Estaba tan obsesionado que escapaba a los espejos, y la simple idea de verse en uno de cuerpo completo lo hacía sentir nauseas. ¿De dónde salía toda esa vanidad? Nunca antes había prestado atención a su edad, ni a su entereza física. Había supuesto que su voluntad alcanzaría para vivir una vida sencilla y cómoda hasta el final de sus días, y sin embargo, con el tiempo comenzó a pensar que cabía la posibilidad de que la mejor parte de su vida, la única que valía la pena vivir, ya hubiera concluido. Lo que le quedaba por delante era una débil y sombría prolongación de los años pasados.
     Vibró el celular en el bolsillo de su pantalón: Mildred, su esposa. «Solo quiero saber dónde estás, si estás bien», escribió. Esteban cerró la casilla de mensajes, apagó el celular y esta vez lo guardó en el bolsillo de la camisa debajo del suéter.
     ¿Dónde estaban? Se estaba cansando de esperar. En la parte de atrás de la casa,  el pequeño patio en el que había jugado la mitad de su vida de niño había sido reemplazado por una capa de cemento. La puerta mosquitera de la cocina golpeaba contra la jamba. La otra puerta estaba abierta y atrancada con una piedra. Entró sin hacer ruido, por primera vez consciente de que esa casa ya no era suya. En la pileta de la cocina había una olla llena de un líquido espumoso, y en la mesada, un plato con un pedazo de carne cubierto por un film transparente al que sobrevolaban moscas azules. Por dentro, la casa se veía como siempre, espaciosa, con los muebles bajos, las dos lámparas de pie antiguas y el televisor reflejando una versión angostada de la sala.  «Mamá», llamó. «Papá». Hizo silencio esperando una respuesta, y como no la obtuvo, agregó alzando el volumen: «Estoy acá. Soy Esteban. ¿Hay alguien?».
    Entonces oyó desde arriba el maniobrar de una llave, una puerta abriéndose y cerrándose y a alguien arrastrando los pies. Hubo otro momento de silencio, como de contemplación, y después una tos rabiosa que al principio identificó como de su padre, pero que luego, en cuanto fue bajando por las escaleras, supo que era de su madre. Ahí estaba, sosteniéndose del barandal y acomodándose alrededor del cuello una chalina de lentejuelas doradas con la mano sobrante. Casi no la reconoció: apenas tenía una lanilla de pelo gris pegada al cuero cabelludo y estaba delgada, el esqueleto asomándosele por la piel.
     —Hijo —dijo la vieja, y sin darle tiempo para contestar, se acercó y le dio un beso —. ¿Dónde están los demás? —. ¿Los demás? ¿Se refería a Mildred y Alfi? ¿Y por qué su voz sonaba así? Un silbido. Era eso. Su voz silbaba.
     —Mamá… los estaba llamando. ¿No me oían? Toqué a la puerta por más de veinte minutos. —No pudo evitar mirarle el cabello, y ella se pasó la mano como peinándose, tal vez avergonzada. Después agregó: —. Vine solo. Alfi y Mildred están en casa.
     —¡Oh! —dijo, aliviada —. ¿Y qué hacés acá, hijo?
    Esteban volvió a sentirse desanimado. Visitarlos no había sido una buena decisión. Había sido la peor decisión de todas. Debía estar lejos, perdido en la ruta, no en esa casa deprimente y encogida.
     Se acercó una silla.
     —Me tenía que escapar de casa —explicó —. ¿Dónde está Papá?
    —Descansando —contestó su madre con las manos unidas en el pecho —. Ha estado enfermo. Pero ya está mejor. Mejorando —dijo «mejorando» como si la palabra tuviera un bajorrelieve y otra estuviera oculta en ella  —. ¿Pensás quedarte acá?
     Esteban asintió sin mirarla. Hicieron silencio un momento. Su madre le ofreció un té. Él aceptó y ella se retiró a la cocina. Volvió luego de un rato, la taza temblando en sus manos.  Hicieron silencio mientras él apuraba el té. Cuando lo terminó, dijo:
    —Estoy triste. El médico dijo que es depresión, aunque no siempre me siento deprimido porque tomo medicamentos.
     —¿Depresión?
     —Dejé el taller, incluso. Ya no salgo a correr. Nada.
    Levantó la mirada y se encontró con una expresión nula de su madre. No había compasión ni empatía en su rostro, solamente un profundo, inalcanzable cansancio que le aturdía los ojos. Ella le sostuvo la mirada un momento y luego se estiró para tomar la taza, pero él la colocó lejos para que no pudiera alcanzarla.
     —Estoy muy contenta de que hayas venido —dijo, el silbido detrás de su voz, reuniendo otra vez las manos sobre su pecho plano —. Muy contenta —repitió como convenciéndose —. Ahora disculpame un momento. Voy a ver a tu padre.
     —Te acompaño —se ofreció él, haciendo el gesto de levantarse.
     Su madre puso las manos en alto.
    —Va a ser mejor que lo veas más tarde —silbó con su voz hueca. Sonrió y se puso de pie —. Dejémoslo descansar. —Hizo una pausa y agregó: —. Estoy muy feliz de que hayas venido. Muy feliz.
     La vio entrar lentamente en el oscuro hueco de la escalera. La chalina de lentejuelas resplandecía como un aura. La escuchó arrastrar los pies por el piso de arriba, y después luchar con la cerradura para abrir puerta. Antes de que la cerrara, Esteban oyó un murmullo cavernoso y profundo. ¿Su padre? No alcanzó a oír lo que decía, pero sí pudo reconocer el dolor en esa voz, un sufrimiento apagado, consumido.
     ¿Hacía cuánto que no visitaba a sus padres? ¿Tres, cuatro años? Había sido para Navidad. Alfi, su hija, era una nena apenas, se ocultaba entre sus piernas porque no reconocía el lugar, la primera vez en casa de los abuelos. Tampoco los reconocía a ellos, o más bien era mutuo: sus padres se habían comportado distantes toda la noche, firmes en la mesa, sonrientes pero taciturnos, manteniendo conversaciones en voz baja entre sí; por ese comportamiento extraño, Mildred había decidido que si querían ver a la nena, la próxima vez tendrían que viajar ellos, que no valía la pena volver hacer el esfuerzo de trescientos kilómetros para que no la tuvieran en upa ni una sola vez. Esteban no había discutido la decisión. Eran otras épocas, de felicidad, de concilio. Y en esos tres o cuatro años sus padres nunca los visitaron. Hicieron algunas llamadas esporádicas para los cumpleaños, pero Esteban no podía recordar haber mantenido una conversación por más de cinco minutos, ni el contenido de esas llamadas.
     Su padre parecía más enfermo de lo que su madre quería confesar. Esteban se dijo a sí mismo que si hubieran mencionado algo sobre una enfermedad, se acordaría. Apenas si tenía memoria de oír la voz de su padre. Incluso de su rostro había escapado toda memoria. ¿Lo reconocería al verlo? La idea lo abrumó. Le sudaban las manos. Se levantó y rebuscó con la mirada dando vueltas en su propio eje hasta que encontró un portarretratos caído detrás de una mesa ratona. Era una fotografía reciente en la que sus padres y otros matrimonios de ancianos —cada pareja abrazándose por la espalda— posaban frente a un edificio vidriado. Esteban no llegaba a distinguir las letras en la fachada, pero suponía que se trataba de una clínica. En el centro de la fotografía, las manos en la espalda, sonreía un médico de chaquetilla sucia y lentes cuadrados. Lo alivió ver que su padre conservaba las facciones, aunque claramente tenía más arrugas y manchas y estaba más delgado.
    Oyó que su madre salía del cuarto y se apuró a dejar el portarretratos en la misma ubicación accidentada. Antes de que llegara a los últimos escalones, Esteban se sentó e hizo como si mirara distraído su celular. Lo encendió. La vieja lo miró en silencio y se metió en la cocina. Esteban tenía varios mensajes de texto y algunos otros en el buzón de voz. Presionó para escuchar el primero, pero en cuanto reconoció la voz de su compañero de taller, colgó y borró el mensaje. El segundo era de su hija: «Papi, soy yo, Alfonsina. Te cuento que hoy fue la presentación de patín y… —detrás de la nena, Esteban oyó a Mildred dictándole al oído qué decir—. ¿Cuándo vas a volver?». Colgó y borró el mensaje. Apagó el celular.
     Su madre hablaba con alguien por teléfono en la cocina. Se esforzaba por hablar en voz baja, pero Esteban logró codificar parte de la conversación.
     —… ya no hay necesidad… ¡No! Seguro… está acá mismo… ¡Mi hijo!… Prometo llamarte, sí…
     Se despidió y colgó.
     Esteban esperó un tiempo prudencial y entró en la cocina. Su madre se había puesto a trabajar con la carne de la mesada y una olla con agua ya hervía al fuego. En menos de una hora el estofado con verduras perfumó la casa con un olor ácido que le abrió el estómago. Desplegaron el mantel y la vieja apareció primero con dos platos hondos y luego con la olla humeante. Sus manos apenas la sostenían.
     —¿Papá no va a comer? —preguntó Esteban de pie al lado de la mesa.
    —No puede comer —respondió y sirvió los platos en silencio —. Tu comida favorita. ¿Te acordás?
—Prefiero saludarlo antes —dijo sin prestar atención a lo que su madre decía —. ¿Sabe que estoy acá?
     —A su manera…
     —¿A su manera? ¿Qué querés decir con eso?
   —Supo que venías antes que yo. Estuvo nervioso toda la mañana. Era eso. —Sonrió como si estuviera reviviendo el recuerdo en la cabeza y se le marcaron unas arruguitas profundas alrededor de los ojos —. Era porque venías. Porque volvías. Ahora lo sé.
     —¿Qué le pasa a Papá? ¿Podés ser más clara?
     La vieja le acercó el plato y se sentó en su lugar. Sonreía mirando el estofado. Comió un momento en silencio. Sus pulmones silbaban como una armónica después de cada cucharada. Entonces levantó sus ojos cansados y vio que Esteban seguía de pie.
     —Sentate. Por favor. Más tarde vemos a tu padre.
    Esteban obedeció. Comió apresurado, sin alzar la mirada, pero casi no pudo sentirle el sabor a la comida. Le sudaba la nuca y las gotas frías le bajaban por la espalda. Devoró sin placer hasta el último gajo de tomate hervido y, una vez que terminó, alejó el plato hacia un costado.
    —Nos estábamos muriendo desde hace años —dijo la vieja de pronto, la mirada fija en el plato. Algo en su voz había cambiado, se había asentado  —. No nos queríamos quedar solos, el uno sin el otro. Es algo que todos pueden entender, ¿cierto? —Hizo una pausa y luego continuó: —. Primero fue tu padre con el cáncer, y estuvo a punto de morir. ¡Quedó tan débil! Después vino mi lupus. Pensamos en resignarnos.  Entonces conocimos al Doctor Kumar… lo llama «El retorno a la primera vida», el agua que sana.
     Una sonrisa le iluminó el rostro. Se puso de pie de un salto y le hizo un gesto con la mano para que la acompañara. Esteban la siguió por detrás, la chalina dorada haciéndole cosquillas en el rostro.
     —Quiero que lo veas con tus propios ojos —dijo su madre, el silbido más sonoro que antes, mientras subía la escalera con una energía que lo sorprendió —. ¡El Doctor Kumar hizo maravillas! ¡Maravillas!
     La vieja hizo aparecer unas llaves de debajo de la chalina como por arte de magia. Frente a la puerta, a Esteban lo invadió un nerviosismo punzante. ¿A qué se debía? De pronto no quería entrar. Trató de serenarse mientras su madre luchaba embocando la llave en la cerradura. Escuchó el mismo murmullo animal que había oído antes, pero esta vez de tan cerca que lo hizo retroceder un paso. La llave giró y su madre entró primero.
     —Mirá si no… ¡Maravillas!
     Esteban la siguió.
   La cabeza de su padre posaba sobre una pecera enorme llena de un líquido verduzco pero translúcido. En el interior, colándose por un hueco, flotaban el resto de los órganos como los tentáculos una medusa. No había ni un hueso a la vista. Aparte de la pecera, la habitación estaba vacía.
     —¿Estás viendo? ¡Hijo! Alfonso, mirá quien está acá. Es Esteban. Nuestro Esteban.
    La cabeza se mantuvo quieta, pero los ojos giraron levemente hacia él. Despegó los labios y los pulmones se inflaron en el agua. Murmuró algo que Esteban no pudo entender. Después volvió los ojos hacia el punto en la pared.
    —Sí, estamos muy felices de que estés, de que hayas vuelto —dijo la vieja mientras peinaba la cabeza delicadamente.
     —¿Está vivo? —preguntó Esteban con un hilo de voz.
     —¡Más vivo que nunca! ¡Más sano que nunca! Incapaz de enfermarse.
    Esteban se acercó midiendo los pasos y, junto a la mano de su madre, sintió el cuero cabelludo caliente. El corazón latía dentro de la pecera con un gluglú de burbujas. Los intestinos giraban en espiral, primero para un lado y luego para el otro, enroscados como serpientes apareándose.
Esteban quitó con esfuerzo los ojos de la pecera y se inclinó frente a la cabeza:
     —¿Papá? ¿Qué te hicieron?
     La cabeza se mantuvo en silencio, mirándolo sin ninguna expresión en particular. Los pulmones se inflaban, el aire lo atravesaba sin producir sonido.
   —Es suficiente, dejémoslo descansar. El Doctor Kumar dijo que nada de visitas largas. Todavía está acostumbrándose a su nueva forma.
   —¿Papá?
   Su madre lo agarró del brazo y tiró. Él se dejó llevar.
   La cabeza los siguió con los ojos.
*
     Esteban se sostuvo de la mesa y se dejó caer en la silla. El aire no corría en esa casa. El ventanuco estaba abierto todavía, pero no alcanzaba. Necesitaba respirar. Necesitaba hablar con la nena, escucharla. Su vocecita lumínica y joven.  Pero había borrado el mensaje. ¿Por qué lo había borrado? Llamó al celular de Mildred y dio con el contestador.
     La vieja hablaba en algún lugar.
     —El cuarto de costura va a ser mi habitación. Es pequeña, pero no necesito más. Cuando me haya acostumbrado, quiero que me traslades a la habitación con tu padre, que nos pongas juntos. Frente a frente, si es posible. También me gustaría algo de luz por la mañana…
     Pero ya no prestaba atención a la voz. Lo único que oía ahora era el rechinar sordo de las rodillas. Calculó la distancia que había desde la silla a la puerta más cercana, y de ahí hasta la calle: cincuenta, sesenta metros. Pensó en levantarse y salir caminando, pero la distancia se le hizo enorme. Prefería descansar un poco antes. Dejar que el cuerpo se asiente. Tal vez más tarde decidiera por irse. No estaba seguro de ser capaz.




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