El
vidrio esmerilado le impedía ver el interior, por lo que tuvo que hacer pie
sobre un tarro de pintura para asomarse por el ventanuco que habían dejado
abierto quizás como un olvido. Haciendo equilibrio sobre el tarro, alcanzó a
ver la escalera y la mesa con el mantel doblado encima como si hubieran acabado
de tomar el té. ¿Habrían salido a dar un paseo? Aún de pie sobre el tarro, giró
la cabeza para encajarla por el hueco y los llamó una vez más: «Mamá. Papá. Soy
Esteban». Su voz hizo eco. La casa de sus padres era una casa de viejos:
silenciosa, oscura, como si al interior la luz se filtrara por una celulosa
opaca. Bajó con cuidado y se tomó de las rodillas, adolorido. Sentía los huesos
rechinándole bajo la piel, un murmullo sordo que sólo él podía oír, y que cada
vez oía con más frecuencia en distintas partes del cuerpo.
Esteban
era consciente de que ya no era el joven de porte atlético que alguna vez hizo
cien metros planos en quince segundos, pero lo horrorizaba la facilidad con la
que su cuerpo se entregaba al paso del tiempo. De nada habían servido el entrenador
personal, el dineral gastado en dietas, el jogging
disciplinado y la rutina de vitaminas: el péndulo de su reloj biológico lo
había aplanado con todas las fuerzas. Era algo en lo que evitaba pensar, pero,
tarde o temprano, las visiones de su cuerpo envejecido y letárgico encontraban
un camino de vuelta a su mente. Estaba tan obsesionado que escapaba a los
espejos, y la simple idea de verse en uno de cuerpo completo lo hacía sentir
nauseas. ¿De dónde salía toda esa vanidad? Nunca antes había prestado atención
a su edad, ni a su entereza física. Había supuesto que su voluntad alcanzaría
para vivir una vida sencilla y cómoda hasta el final de sus días, y sin embargo,
con el tiempo comenzó a pensar que cabía la posibilidad de que la mejor parte
de su vida, la única que valía la pena vivir, ya hubiera concluido. Lo que le quedaba
por delante era una débil y sombría prolongación de los años pasados.
Vibró
el celular en el bolsillo de su pantalón: Mildred, su esposa. «Solo quiero
saber dónde estás, si estás bien», escribió. Esteban cerró la casilla de
mensajes, apagó el celular y esta vez lo guardó en el bolsillo de la camisa
debajo del suéter.
¿Dónde
estaban? Se estaba cansando de esperar. En la parte de atrás de la casa, el pequeño patio en el que había jugado la
mitad de su vida de niño había sido reemplazado por una capa de cemento. La
puerta mosquitera de la cocina golpeaba contra la jamba. La otra puerta estaba
abierta y atrancada con una piedra. Entró sin hacer ruido, por primera vez
consciente de que esa casa ya no era suya. En la pileta de la cocina había una
olla llena de un líquido espumoso, y en la mesada, un plato con un pedazo de
carne cubierto por un film transparente al que sobrevolaban moscas azules. Por
dentro, la casa se veía como siempre, espaciosa, con los muebles bajos, las dos
lámparas de pie antiguas y el televisor reflejando una versión angostada de la
sala. «Mamá», llamó. «Papá». Hizo
silencio esperando una respuesta, y como no la obtuvo, agregó alzando el
volumen: «Estoy acá. Soy Esteban. ¿Hay alguien?».
Entonces
oyó desde arriba el maniobrar de una llave, una puerta abriéndose y cerrándose
y a alguien arrastrando los pies. Hubo otro momento de silencio, como de
contemplación, y después una tos rabiosa que al principio identificó como de su
padre, pero que luego, en cuanto fue bajando por las escaleras, supo que era de
su madre. Ahí estaba, sosteniéndose del barandal y acomodándose alrededor del
cuello una chalina de lentejuelas doradas con la mano sobrante. Casi no la
reconoció: apenas tenía una lanilla de pelo gris pegada al cuero cabelludo y
estaba delgada, el esqueleto asomándosele por la piel.
—Hijo
—dijo la vieja, y sin darle tiempo para contestar, se acercó y le dio un beso
—. ¿Dónde están los demás? —. ¿Los demás?
¿Se refería a Mildred y Alfi? ¿Y por qué su voz sonaba así? Un silbido. Era
eso. Su voz silbaba.
—Mamá…
los estaba llamando. ¿No me oían? Toqué a la puerta por más de veinte minutos. —No
pudo evitar mirarle el cabello, y ella se pasó la mano como peinándose, tal vez
avergonzada. Después agregó: —. Vine solo. Alfi y Mildred están en casa.
—¡Oh!
—dijo, aliviada —. ¿Y qué hacés acá, hijo?
Esteban
volvió a sentirse desanimado. Visitarlos no había sido una buena decisión. Había
sido la peor decisión de todas. Debía estar lejos, perdido en la ruta, no en
esa casa deprimente y encogida.
Se
acercó una silla.
—Me
tenía que escapar de casa —explicó —. ¿Dónde está Papá?
—Descansando
—contestó su madre con las manos unidas en el pecho —. Ha estado enfermo. Pero
ya está mejor. Mejorando —dijo
«mejorando» como si la palabra tuviera un bajorrelieve y otra estuviera oculta
en ella —. ¿Pensás quedarte acá?
Esteban
asintió sin mirarla. Hicieron silencio un momento. Su madre le ofreció un té.
Él aceptó y ella se retiró a la cocina. Volvió luego de un rato, la taza
temblando en sus manos. Hicieron
silencio mientras él apuraba el té. Cuando lo terminó, dijo:
—Estoy
triste. El médico dijo que es depresión, aunque no siempre me siento deprimido
porque tomo medicamentos.
—¿Depresión?
—Dejé
el taller, incluso. Ya no salgo a correr. Nada.
Levantó
la mirada y se encontró con una expresión nula de su madre. No había compasión
ni empatía en su rostro, solamente un profundo, inalcanzable cansancio que le
aturdía los ojos. Ella le sostuvo la mirada un momento y luego se estiró para
tomar la taza, pero él la colocó lejos para que no pudiera alcanzarla.
—Estoy
muy contenta de que hayas venido —dijo, el silbido detrás de su voz, reuniendo
otra vez las manos sobre su pecho plano —. Muy contenta —repitió como convenciéndose
—. Ahora disculpame un momento. Voy a ver a tu padre.
—Te
acompaño —se ofreció él, haciendo el gesto de levantarse.
Su
madre puso las manos en alto.
—Va
a ser mejor que lo veas más tarde —silbó con su voz hueca. Sonrió y se puso de
pie —. Dejémoslo descansar. —Hizo una pausa y agregó: —. Estoy muy feliz de que
hayas venido. Muy feliz.
La
vio entrar lentamente en el oscuro hueco de la escalera. La chalina de
lentejuelas resplandecía como un aura. La escuchó arrastrar los pies por el
piso de arriba, y después luchar con la cerradura para abrir puerta. Antes de
que la cerrara, Esteban oyó un murmullo cavernoso y profundo. ¿Su padre? No
alcanzó a oír lo que decía, pero sí pudo reconocer el dolor en esa voz, un
sufrimiento apagado, consumido.
¿Hacía
cuánto que no visitaba a sus padres? ¿Tres, cuatro años? Había sido para
Navidad. Alfi, su hija, era una nena apenas, se ocultaba entre sus piernas
porque no reconocía el lugar, la primera vez en casa de los abuelos. Tampoco
los reconocía a ellos, o más bien era mutuo: sus padres se habían comportado
distantes toda la noche, firmes en la mesa, sonrientes pero taciturnos,
manteniendo conversaciones en voz baja entre sí; por ese comportamiento
extraño, Mildred había decidido que si querían ver a la nena, la próxima vez
tendrían que viajar ellos, que no valía la pena volver hacer el esfuerzo de
trescientos kilómetros para que no la tuvieran en upa ni una sola vez. Esteban
no había discutido la decisión. Eran otras épocas, de felicidad, de concilio. Y
en esos tres o cuatro años sus padres nunca los visitaron. Hicieron algunas
llamadas esporádicas para los cumpleaños, pero Esteban no podía recordar haber
mantenido una conversación por más de cinco minutos, ni el contenido de esas
llamadas.
Su
padre parecía más enfermo de lo que su madre quería confesar. Esteban se dijo a
sí mismo que si hubieran mencionado algo sobre una enfermedad, se acordaría.
Apenas si tenía memoria de oír la voz de su padre. Incluso de su rostro había
escapado toda memoria. ¿Lo reconocería al verlo? La idea lo abrumó. Le sudaban
las manos. Se levantó y rebuscó con la mirada dando vueltas en su propio eje
hasta que encontró un portarretratos caído detrás de una mesa ratona. Era una
fotografía reciente en la que sus padres y otros matrimonios de ancianos —cada
pareja abrazándose por la espalda— posaban frente a un edificio vidriado. Esteban
no llegaba a distinguir las letras en la fachada, pero suponía que se trataba
de una clínica. En el centro de la fotografía, las manos en la espalda, sonreía
un médico de chaquetilla sucia y lentes cuadrados. Lo alivió ver que su padre
conservaba las facciones, aunque claramente tenía más arrugas y manchas y
estaba más delgado.
Oyó
que su madre salía del cuarto y se apuró a dejar el portarretratos en la misma
ubicación accidentada. Antes de que llegara a los últimos escalones, Esteban se
sentó e hizo como si mirara distraído su celular. Lo encendió. La vieja lo miró
en silencio y se metió en la cocina. Esteban tenía varios mensajes de texto y
algunos otros en el buzón de voz. Presionó para escuchar el primero, pero en
cuanto reconoció la voz de su compañero de taller, colgó y borró el mensaje. El
segundo era de su hija: «Papi, soy yo, Alfonsina. Te cuento que hoy fue la
presentación de patín y… —detrás de la nena, Esteban oyó a Mildred dictándole al
oído qué decir—. ¿Cuándo vas a volver?». Colgó y borró el mensaje. Apagó el
celular.
Su
madre hablaba con alguien por teléfono en la cocina. Se esforzaba por hablar en
voz baja, pero Esteban logró codificar parte de la conversación.
—…
ya no hay necesidad… ¡No! Seguro… está acá mismo… ¡Mi hijo!… Prometo llamarte,
sí…
Se
despidió y colgó.
Esteban
esperó un tiempo prudencial y entró en la cocina. Su madre se había puesto a
trabajar con la carne de la mesada y una olla con agua ya hervía al fuego. En
menos de una hora el estofado con verduras perfumó la casa con un olor ácido
que le abrió el estómago. Desplegaron el mantel y la vieja apareció primero con
dos platos hondos y luego con la olla humeante. Sus manos apenas la sostenían.
—¿Papá
no va a comer? —preguntó Esteban de pie al lado de la mesa.
—No
puede comer —respondió y sirvió los platos en silencio —. Tu comida favorita. ¿Te
acordás?
—Prefiero
saludarlo antes —dijo sin prestar atención a lo que su madre decía —. ¿Sabe que
estoy acá?
—A
su manera…
—¿A
su manera? ¿Qué querés decir con eso?
—Supo
que venías antes que yo. Estuvo nervioso toda la mañana. Era eso. —Sonrió como
si estuviera reviviendo el recuerdo en la cabeza y se le marcaron unas
arruguitas profundas alrededor de los ojos —. Era porque venías. Porque
volvías. Ahora lo sé.
—¿Qué le pasa a Papá? ¿Podés ser más clara?
La
vieja le acercó el plato y se sentó en su lugar. Sonreía mirando el estofado.
Comió un momento en silencio. Sus pulmones silbaban como una armónica después
de cada cucharada. Entonces levantó sus ojos cansados y vio que Esteban seguía
de pie.
—Sentate.
Por favor. Más tarde vemos a tu padre.
Esteban
obedeció. Comió apresurado, sin alzar la mirada, pero casi no pudo sentirle el
sabor a la comida. Le sudaba la nuca y las gotas frías le bajaban por la
espalda. Devoró sin placer hasta el último gajo de tomate hervido y, una vez
que terminó, alejó el plato hacia un costado.
—Nos
estábamos muriendo desde hace años —dijo la vieja de pronto, la mirada fija en
el plato. Algo en su voz había cambiado, se había asentado —. No nos queríamos quedar solos, el uno sin
el otro. Es algo que todos pueden entender, ¿cierto? —Hizo una pausa y luego
continuó: —. Primero fue tu padre con el cáncer, y estuvo a punto de morir. ¡Quedó
tan débil! Después vino mi lupus. Pensamos en resignarnos. Entonces conocimos al Doctor Kumar… lo llama
«El retorno a la primera vida», el agua que sana.
Una
sonrisa le iluminó el rostro. Se puso de pie de un salto y le hizo un gesto con
la mano para que la acompañara. Esteban la siguió por detrás, la chalina dorada
haciéndole cosquillas en el rostro.
—Quiero
que lo veas con tus propios ojos —dijo su madre, el silbido más sonoro que
antes, mientras subía la escalera con una energía que lo sorprendió —. ¡El
Doctor Kumar hizo maravillas! ¡Maravillas!
La
vieja hizo aparecer unas llaves de debajo de la chalina como por arte de magia.
Frente a la puerta, a Esteban lo invadió un nerviosismo punzante. ¿A qué se
debía? De pronto no quería entrar. Trató de serenarse mientras su madre luchaba
embocando la llave en la cerradura. Escuchó el mismo murmullo animal que había
oído antes, pero esta vez de tan cerca que lo hizo retroceder un paso. La llave
giró y su madre entró primero.
—Mirá
si no… ¡Maravillas!
Esteban
la siguió.
La
cabeza de su padre posaba sobre una pecera enorme llena de un líquido verduzco
pero translúcido. En el interior, colándose por un hueco, flotaban el resto de
los órganos como los tentáculos una medusa. No había ni un hueso a la vista.
Aparte de la pecera, la habitación estaba vacía.
—¿Estás
viendo? ¡Hijo! Alfonso, mirá quien está acá. Es Esteban. Nuestro Esteban.
La
cabeza se mantuvo quieta, pero los ojos giraron levemente hacia él. Despegó los
labios y los pulmones se inflaron en el agua. Murmuró algo que Esteban no pudo
entender. Después volvió los ojos hacia el punto en la pared.
—Sí,
estamos muy felices de que estés, de que hayas vuelto —dijo la vieja mientras
peinaba la cabeza delicadamente.
—¿Está
vivo? —preguntó Esteban con un hilo de voz.
—¡Más
vivo que nunca! ¡Más sano que nunca! Incapaz de enfermarse.
Esteban
se acercó midiendo los pasos y, junto a la mano de su madre, sintió el cuero
cabelludo caliente. El corazón latía dentro de la pecera con un gluglú de burbujas. Los intestinos
giraban en espiral, primero para un lado y luego para el otro, enroscados como
serpientes apareándose.
Esteban
quitó con esfuerzo los ojos de la pecera y se inclinó frente a la cabeza:
—¿Papá?
¿Qué te hicieron?
La
cabeza se mantuvo en silencio, mirándolo sin ninguna expresión en particular.
Los pulmones se inflaban, el aire lo atravesaba sin producir sonido.
—Es
suficiente, dejémoslo descansar. El Doctor Kumar dijo que nada de visitas
largas. Todavía está acostumbrándose a su nueva forma.
—¿Papá?
Su
madre lo agarró del brazo y tiró. Él se dejó llevar.
La
cabeza los siguió con los ojos.
*
Esteban
se sostuvo de la mesa y se dejó caer en la silla. El aire no corría en esa
casa. El ventanuco estaba abierto todavía, pero no alcanzaba. Necesitaba
respirar. Necesitaba hablar con la nena, escucharla. Su vocecita lumínica y
joven. Pero había borrado el mensaje.
¿Por qué lo había borrado? Llamó al celular de Mildred y dio con el
contestador.
La
vieja hablaba en algún lugar.
—El
cuarto de costura va a ser mi habitación. Es pequeña, pero no necesito más.
Cuando me haya acostumbrado, quiero que me traslades a la habitación con tu
padre, que nos pongas juntos. Frente a frente, si es posible. También me gustaría
algo de luz por la mañana…
Pero
ya no prestaba atención a la voz. Lo único que oía ahora era el rechinar sordo
de las rodillas. Calculó la distancia que había desde la silla a la puerta más
cercana, y de ahí hasta la calle: cincuenta, sesenta metros. Pensó en
levantarse y salir caminando, pero la distancia se le hizo enorme. Prefería
descansar un poco antes. Dejar que el cuerpo se asiente. Tal vez más tarde decidiera
por irse. No estaba seguro de ser capaz.
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