lunes, 12 de noviembre de 2018

Media tarde.




Fue una buena decisión lo de Tina. Se encontró con su ex en un bar a la altura del puerto, hablaron de su hijo, Ramiro, y él le comentó de ese extraño artículo que leyó en internet. Le dijo que sería una solución a su problema. A Tina le costó entenderlo en un principio, pero terminó accediendo porque, al fin y al cabo, era ella quien llevaría el diamante consigo, y eso era lo único que le importaba.
—¿De qué se trata este asunto del diamante? —le había preguntado yo una y otra vez, a pesar de que me lo había explicado con lujo de detalles a la primera.
Me gustaba escucharla hablar de nuevo con tanta excitación sobre algo. Me lo explicaba con una paciencia encantadora, el proceso de compactación de la ceniza, la llama azul que lo funde, los hierros afilados que le dan forma. Había visto al menos diez videos y leído cada comentario en ellos. Ninguno decía nada malo acerca del servicio, o Tina nunca me contó esa parte.
—La idea fue de David. Dice que apenas lo leyó, me llamó. Se portó muy bien. Parece otro.
Tina se negaba a pensar en David como «su ex», nunca me lo había dicho, pero lo sabía. En su mente era su marido, con el que ya no vivía, pero el que le ayudaba a pagar el alquiler del modesto departamento en el que terminé acompañándola porque «estaba desacostumbrada a estar sola». A veces me daban ganas de pellizcarla fuerte, muy fuerte, para que se despertara de esa ensoñación ridícula en la que aún tenía oportunidad de regresar con David a su anterior vida. Otras veces quería sentarla en mi falda y acariciarle la cabeza mientras lloraba, y no irme de su lado, aunque en realidad Tina nunca lloró, no en mi presencia.
—¿Sí? Me alegra que David esté bien.
Lo que de verdad me alegraba era que se deshiciera de las cenizas de Ramiro. Tina las guardaba en el ropero e incluso viajaba con la caja si el destino al que iba era remoto. Había conseguido pasarla por el aeropuerto una vez, cuando visitó a sus primas en España. Pero se estaba hartando de llevar las cenizas consigo. La caja, tan frágil, de un lado para el otro, exigir que la manejaran con sumo cuidado, las miradas que recibía. Todo el proceso la dejaba exhausta.
Así que arregló un turno por teléfono con la empresa y contamos juntas los días hasta que ese jueves pactado llegó.
En la mañana del jueves, al despertarme, no la encontré a mi lado. La almohada todavía estaba caliente. Oí la ducha y me vestí aprovechando el momento de intimidad en la habitación. Después la esperé en la cocina. Ya se había preparado las tostadas del desayuno, quedaban los bordes del pan sobre la fórmica y  la taza de café sucia en la pileta. Me pregunté extrañada cómo no la escuché antes.
Tina salió del baño unos minutos después, envuelta en una toalla, con la caja de cenizas apretada al cuerpo. No me miró.
Fue juntando con una mano su ropa tirada y volvió a encerrarse, todavía cargando la caja. Cuando salió finalmente vestida, se paró frente a mí y dijo:
—Quiero ir sola.
—Está bien.  Pero ¿por qué? —dije —. ¿Por qué?
Me sentí traicionada, pero me aseguré de ocultarlo.
—Me quiero despedir de él. En lo posible, sola.
No pregunté qué quería decir con «despedirse de él».  Lo había dicho con una calma que nunca había oído en ella y que no me atreví a cuestionar. Le propuse vernos luego, de vuelta en el departamento, y aceptó.
El proceso de transformación de las cenizas en diamante llevó alrededor de dos semanas. Durante esos días, Tina habló poco, casi no me dirigió la palabra excepto para acordar temas de la convivencia. Me sentí obsoleta, ella podía prescindir de mí en cualquier momento. Pensé que yo necesitaba a Tina más de lo que ella a mí. Si llegara a pedirme que me fuera, ¿qué haría? ¿A dónde iría?
Pero antes de que eso ocurriera, sonó el teléfono una mañana. Tina habló nerviosa, enredando y desenredando el cable en sus dedos, de espaldas a mí. «Ya está listo», me informó con la voz endurecida una vez que colgó. Se movió por el departamento buscando su bolso y yo le hice lugar y la miré revolver los sillones. Cuando lo tuvo, se marchó.
Quedamos en vernos en el bar en el que se había encontrado con David. Al parecer, le había gustado. Por mi parte, no tenía hambre a esa hora, poco antes había almorzado sola en un restó de ensaladas rápidas repleto de hombres de negocio. Llevaba esa estúpida pollera marinera y me sentía camuflada entre ellos.
Ya en el bar, tomé una mesa al sol. El día era claro, el cielo era de un azul de dibujos animados. Le pedí al mozo que esperara a que llegue mi amiga para encargar y pasé el rato observando al resto de los comensales mientras escuchaba el ajetreo del puerto subiendo por la calle.
Tina apareció abriéndose el paso entre la gente. Se ubicó en su lugar y, sin mediar palabra, colocó sobre la mesa el estuche abierto.
—Elegí el colgante —dijo con voz suave.
Asentí.
Prefería no tocarlo. Ese colgante era Ramiro.  Tampoco quería pensar en eso. La piedra era verde claro. Pensé que tal vez el color diría algo sobre quién fue él, o sobre su alma, si es que tenemos una. Verde claro parecía un buen color para un alma.
El mozo nos vio, se acercó apresurado y, antes de que entregara los menús, Tina le pidió mariscos fritos y un agua sin gas para las dos. El mozo, que no tenía más de veinte años, tomó el pedido y se retiró. Tina lo siguió con la mirada sin disimular ni un poco.
—Rami nunca estuvo con una chica —dijo de repente.
—¿Vos cómo sabés eso? —pregunté.
—Porque lo sé. Él era el único de su grupo que nunca estuvo con una chica.
—Eso no tiene nada de malo.
—No.
—Es normal. En ciertos chicos es normal.
Hicimos silencio.
El estuche seguía abierto sobre la mesa. El mozo lo movió delicadamente para poner los pocillos con salsa de soja.
—¿Cuál te parece la chica más linda? —me preguntó al quedarnos solas otra vez, y rió.
—¿La chica más linda? —pregunté, confundida.
—Sí. Señalá a la chica más linda que veas.
Me reí con ella. Entonces sentí como si mi vista se agudizara y observé a cada mujer en ese bar. Eran cinco, y tres de ellas eran mujeres mayores, de nuestra edad aproximadamente. Las dos restantes eran lo que se puede decir bonitas, una regordeta y la otra más masculina. Finalmente elegí a la del pelo corto, por su sonrisa, tenía una sonrisa tímida que la distinguió.
—Ella.
—¿Ella?
—Sí, ella.
—¿Estás segura?
—No lo sé, depende para qué sea.
—¿Cuál pensás que hubiese elegido Rami?
Me tomé un momento para deliberarlo.
—Sí, a ella.
Tina tomó el estuche y se acercó a la chica del pelo corto, que hablaba con otro chico de su edad. Se inclinó y le enseñó el colgante. No pude oír lo que hablaron, pero la chica parecía incrédula al principio, luego asustada y por último más tranquila. Tina le puso gentilmente el estuche en sus manos, le dio un beso en la frente y regresó.
Fingí mirar a la calle y no pregunté sobre lo que había hecho. No sé lo que le haya dicho para convencerla de aceptar el regalo, pero seguro que no la verdad. Al rato la chica y su compañero se fueron sin volver la vista, ella con el colgante puesto.
—Buena elección —dijo con una sonrisa.
—Como siempre… —respondí imitando un gesto de victoria.
Picamos los mariscos fritos, en silencio al principio, y luego hablamos y reímos tímidamente sobre un profesor de Literatura que gustaba de mí en la universidad. Cualquier sentimiento de ser traicionada había desaparecido para entonces. Otro mozo se acercó para limpiar nuestra mesa, pero le pedimos café y una porción de tarta de frutas que compartimos. Sin darnos cuenta, la media tarde se hizo noche frente a nuestros ojos. 
Nos levantamos y volvimos despacio bordeando el puerto.

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